Sara Montiel y Margaret Thatcher

Por Joaquín Roy

Su muerte el mismo día es mera coincidencia, pero simbólica y representativa. Sarita y Maggie revelan el trasfondo de sus respectivos países, viejas naciones europeas y antiguos imperios que se resistieron a desvanecerse, aferrados a unas señas de identidad que solo las dos damas desaparecidas (y sus numerosos admiradores) comprendían.

Sara Montiel y Margaret Thatcher
Sara Montiel y Margaret Thatcher

Pero la España de «la violetera» y la Gran Bretaña de la «dama de hierro», que ambas tozudamente intentaron mantener inalterables, fueron (y son) antitéticas y de diversa fortuna. La belleza en technicolor que la cantante manchega transmitió con voz inconfundible contrasta con la faz seria y distante de la ex primera ministra británica (1925-2013). Pero en las dos se detectan unas señas intrahistóricas todavía perceptibles.

La España que era el marco de la época gloriosa de Sara Montiel (1928-2013), aunque se resiste a desaparecer, parecía que había sido superada por el desarrollismo, la industrialización y luego la burbuja inmobiliaria que han llevado a la crisis y el desprestigio. El país que los cuplés maquillaban era entonces un escenario más próximo, por más imaginado que fuera. El lanzamiento hollywoodense que la llevaron a alternar con Gary Cooper y Burt Lancaster era el triunfo que borraba el desencanto de «Bienvenido Mr. Marshall», en un Estado dictatorial apuntalado por Washington. Pero los espectadores embelesados por sus películas aceptaban de buen grado las melodías que les evitaban contemplar un paisaje pobre, sin más alternativas que el silencio, la resignación o la emigración.

La Gran Bretaña en la que arremetió con furia Margaret Thatcher (1979-1990) era percibida por sus círculos conservadores como una traición a los valores eternos de la Inglaterra imperial que había dejado paulatinamente que en muchos de sus antiguos territorios coloniales se pusiera el sol. Se trataba todavía de paliar ese lento desmoronamiento con la admirable ficción jurídica de la Mancomunidad de Naciones en cuya cúspide se colocaba a la monarca todavía actual. Eran los tiempos felices en que los escándalos de la casa de Windsor quedaban reducidos a la memoria del Eduardo VIII, quien había renunciado insólitamente al trono en 1936, «por el amor de una mujer» (con aire de bolero). Luego vendrían los escarceos de Carlos y la tragedia de Diana.

Los tiempos de Sara, leídos hoy, sobre todo con una perspectiva reaccionaria, se recuerdan con nostalgia. Nada se sabía (o no se publicaba por una prensa amordazada) de la corrupción barata y de poca monta que dominaba la supervivencia en un país que apenas se había recuperado de la cruel Guerra Civil (1936-1939) y el aislamiento tras la Segunda Guerra Mundial (1939- 1945).

Sarita vendía violetas mientras todavía presos republicanos terminaban la construcción del Valle de los Caídos. La Sexta Flota llegaba a los puertos mediterráneos, mientras Rota y Torrejón eran objetivos geoestratégicos de los soviéticos en la Guerra Fría, convirtiendo a España en miembro forzado de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), sin voz ni voto, con todas las desventajas y ninguna de las ventajas. El franquismo recibía una prórroga de un par de décadas.

Thatcher arremetió en medio de un país que había adoptado numerosos aderezos del Estado de bienestar con el que todavía intentaba corregir los históricos desequilibrios sociales que se habían entronizado desde la Revolución Industrial. La evidente división de clases era suavizada por servicios de salud, pensiones, educación que han sido la marca de los gobiernos laboristas. Ella se propuso desmantelar ese entramado contrario al «laissez faire» con el (viejo) liberalismo que había desempolvado al otro lado del Atlántico el socio idóneo para bailar el tango de la expresión angloamericana: Ronald Reagan.

La España de Sarita, una vez desaparecido el franquismo, se afanó en recuperar el tiempo perdido y apostó por reinsertarse al otro lado de los Pirineos. José Ortega y Gasset había dicho que «España era el problema y Europa la solución». Desde 1986, año del ingreso en la comunidad europea, hasta mediados de los 90, España se convirtió en la décima potencia económica del mundo y el mayor donante de ayuda al desarrollo en América Latina. Nunca tantos españoles de tres generaciones que convivían en esos años habían vivido mejor durante tanto tiempo.

Thatcher se había tragado en su momento el ingreso de Gran Bretaña en la entonces todavía llamada Comunidad Económica Europea, centrada en el Mercado Común. Enmendándole la plana a su correligionario Edward Heath, se propuso frenar la europeización más allá del mercado único, enterrando toda seña de supranacionalidad, un guión que ha heredado David Cameron. Lo que hace apenas pocos años era una lejana hipótesis académica, el «Brexit», la salida de la Unión Europea, es ahora parte del plausible guión.

Hoy la España de Sarita ha resucitado con el colapso inmobiliario, el desempleo generalizado, la emigración y las dudas acerca de su sistema político. La Gran Bretaña imperial recibió un golpe de vitaminas con la decisión de Maggie de contraatacar en las islas Malvinas. Curiosamente, odiada en Buenos Aires, se merece un monumento frente a la Torre de los Ingleses, al lado del memorial a los caídos. Su decisión representó el golpe de gracia a la decrépita dictadura del general Leopoldo Galtieri.

Entre regulaciones y protestas de indignados, a los españoles no les queda ni el consuelo de un «fumando espero al hombre que yo quiero». Ni socialistas ni conservadores resultan aceptables. David Cameron se mueve como un Hamlet entre el ser o no ser en Europa. Maggie lo hubiera hecho de otra forma. Sarita es solamente una memoria de la falacia de que cualquier tiempo pasado fue mejor. A los fumadores no les queda ni el consuelo de fumar, expulsados del ágora.

* Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).