Regreso a la cuestión de los Balcanes

«Hay que europeizar los Balcanes para evitar la balcanización de Europa». Escribí estas palabras, junto con el politólogo francés Jacques Rupnik, en 1991, justo cuando estallaba la guerra entre los Estados sucesores de Yugoslavia. Los combates iban a durar hasta el fin del decenio, se cobrarían miles de vidas y requerirían la intervención de la OTAN en dos ocasiones (en Bosnia en 1995 y en Servia en 1999).

Dominique Moisi
Dominique Moisi, profesor en el Institut d'études politiques de Paris (Sciences Po), es asesor superior en el Instituto Francés de Asuntos Internacionales (IFRI) y profesor visitante en el King's College de Londres

Casi un cuarto de siglo después, los Balcanes siguen constituyendo una amenaza para la paz europea, exactamente como en vísperas de la primera guerra mundial y al final de la Guerra Fría, cuando la implosión de Yugoslavia provocó no solo la primera guerra en Europa desde 1945, sino también el regreso de los asesinatos genocidas. Los recientes enfrentamientos en Macedonia, que dejaron ocho agentes de policía y catorce militantes albaneses muertos, levantan el espectro de la reaparición de la violencia. Resulta difícil saber si ese derramamiento de sangre representa la infección de una antigua herida no curada o algo nuevo, una reacción contra un gobierno de mayoría eslava que parece dispuesto a abrazar el patrioterismo étnico.

Lo que está claro es que esa región sigue siendo una realidad confusa y explosiva, capaz de amenazar la estabilidad de Europa, que ya pende de un hilo tras el aventurerismo de Rusia en Ucrania. Esa región es una mezcla inestable de nacionalismo en ascenso, profunda frustración económica y decepción respecto de los avances hacia la adhesión en la Unión Europea. Las posibilidades de una caída en el caos nos obliga a examinar una vez más la forma mejor de actuar ante el polvorín balcánico.

Cuando estuve recientemente en Belgrado, no se hablaba de otra cosa que del tiroteo habido en Macedonia. Algunos de mis interlocutores servios censuraban la ceguera de Occidente. En particular, criticaban a la UE, la OTAN y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa por haber considerado que la repentina aparición de la violencia era una serie de «incidentes aislados». Desde la perspectiva de los servios, era más probable que los ataques por parte de los nacionalistas albaneses fuesen el comienzo de un intento de ampliar su territorio a expensas de sus vecinos cristianos, comenzando por los más débiles.

Opiniones así son las que, junto con la violencia, podrían reforzar la profunda ambivalencia en la UE respecto de la perspectiva de una nueva ampliación. El precedente de Grecia, que no ha sido precisamente un modelo para la adhesión, parece particularmente pertinente aplicado a sus vecinos del Norte, que padecen de forma similar tasas elevadas de corrupción y desempleo, y algunos en la UE sienten rechazo ante la aparente afinidad de la Iglesia Ortodoxa y sus adeptos con la Rusia de Vladimir Putin o ante la gran población musulmana de esa región.

Esas aprensiones europeas reflejan en parte el fallo de los dirigentes del continente al no haber capitalizado los éxitos, a veces espectaculares, de la ampliación, cuyo ejemplo más notable es el de Polonia. En cambio, las exigencias de la política interna han inducido a muchos dirigentes europeos a subrayar las dificultades y acentuar los fallos de la ampliación.

Con ese viento frío que sopla de Occidente, no es de extrañar que la eurofilia haya empezado a dar paso en lugares como Belgrado a una profunda nostalgia de la época yugoslava. «En aquella época, se nos respetaba», fue como me la expresó un diplomático servio jubilado. «Éramos uno de los grandes países del Movimiento de Países No alineados».

Sentimientos similares resultan evidentes en Bosnia e incluso en Croacia, miembro de la UE desde 2013. Durante la época comunista, Yugoslavia presentaba un marcado contraste con el bloque soviético. Económica y socialmente, sus ciudadanos eran mucho más prósperos que los de la Europa central. En la actualidad, sus fortunas se han dado la vuelta. Polonia está en pleno auge, mientras que los Estados sucesores de Yugoslavia (con la excepción de Eslovenia) padecen dificultades, víctimas como son de las heridas no curadas del pasado distante y reciente, incluido el cínico atavismo del ex Presidente yugoslavo y servio, Slobodan Milošević para conseguir y mantener el poder.

Hacía años que la UE no parecía tan alejada, tan distante. La decisión del Presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, de suprimir el puesto de Comisario para la Ampliación ha parecido muy simbólica y ha dejado a muchos buscando un modelo substitutivo. La reconquista de Crimea por Rusia constituye un tema de conversación regocijante para los servios ultranacionalistas, que lamentan la pérdida del Kosovo de mayoría albanesa. Entretanto, la oficina de Gazprom en el centro de Belgrado ofrece una gran prueba visible de la presencia energética de Rusia en el país.

Naturalmente, la verdad es que no hay un «modelo ruso» para los Balcanes, aparte del recurso a la fuerza bruta. Unos vínculos cada vez más fuertes con Europa siguen siendo la forma mejor de avanzar para los residentes de esa región y también para la UE. En una época de grave crisis económica, los ideales europeos siguen siendo, pese a todo, el único antídoto eficiente contra el nacionalismo virulento. Para los Balcanes, como para el resto de Europa, la UE es la única solución substitutiva de un futuro tan malo como el peor pasado.

Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Dominique Moisi, es profesor en el Institut d'études politiques de Paris (Sciences Po), es asesor superior en el Instituto Francés de Asuntos Internacionales (IFRI) y profesor visitante en el King's College de Londres.
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