Carbón: cuando el tren pasa, pero no para

Constanza Vieira

En Europa baja la extracción de carbón pero no su uso que ha aumentado con la crisis y los ajustes. Colombia es uno de los mayores proveedores de carbón a la UE. Una parte pasa por España, Goldman Sachs almacenaba en el puerto asturiano de El Musel 600.000 toneladas en 2012, por un valor de 60 dólares la tonelada esperando que subiera a 100 euros para venderlo.

Una mujer cruza la vía con una palangana con ropa
Ana Rosa Figueras, cruza la vía con la ropa recién lavada/ Foto: Álvaro Pardo, Colombia Punto Medio/ IPS

Constanza Vieira

En Europa baja la extracción de carbón pero no su uso que ha aumentado con la crisis y los ajustes. Colombia es uno de los mayores proveedores de carbón a la UE (un 70 % de lo que se extrae). Una gran parte de ese carbón pasa por España, Goldman Sachs pretendía almacenar en el puerto asturiano de El Musel hasta 600.000 toneladas de carbón colombiano en 2012, por un valor de 60 dólares la tonelada esperando que subiera a 100 euros para venderlo.

Tucurinca, Colombia, (IPS) - A «Goyo», como le dicen a José Hernández, no le dan un tapabocas para protegerse del polvillo de carbón que sueltan los 13 trenes que, dice, atraviesan esta aldea del municipio Zona Bananera, en el septentrional departamento colombiano de Magdalena, en sus 12 horas de turno laboral.

Los trenes pasan a 80 kilómetros por hora, sin nada que cubra las 160.000 toneladas diarias del mineral negro extraído de yacimientos a cielo abierto 226 kilómetros al sureste, en el vecino departamento del Cesar, por las corporaciones Drummond (estadounidense), la suiza Glencore Xstrata (Prodeco en Colombia) y Colombian Natural Resources, del banco de inversión estadounidense Goldman Sachs.

Goyo lleva el uniforme de una empresa de seguridad privada al servicio de Fenoco S.A. (Ferrocarriles del Norte de Colombia Sociedad Anónima), concesionaria del ferrocarril Atlántico desde 1999 y entre cuyos socios están las mismas corporaciones.

El vigilante cuida el cruce del tren carbonero por la calle principal de Tucurinca.

Letreros en inglés en los 120 vagones tirados por tres locomotoras indican que cada uno pesa 19,1 toneladas y su límite de carga son 60.750 kilogramos.

Van hasta el tope de carbón térmico de alto grado, sometido, en cumplimiento de la licencia ambiental, a un sistema de humectación de la capa superior, para minimizar el arrastre de partículas por el viento.

Un informe técnico de la Contraloría General de la República, de diciembre de 2012, considera que la humectación no es suficientemente efectiva «para neutralizar las pérdidas de partículas de carbón».

Solo hay estudios sobre «las operaciones y actividades en tierra de los puertos», agrega el organismo de control, lo que no permite «conocer el impacto sinérgico y de área de todas las actividades relacionadas con la exportación de carbón, es decir transporte por la vía férrea, tractomulas o camiones, acopio, remolque del carbón y transporte de los buques».

Cuando viene el tren, Goyo coloca de lado a lado de la línea férrea dos conos plásticos anaranjados, unidos por una cuerda donde se columpia una pequeña placa metálica roja con letras blancas a mano: «PARE».

Nada parecido a una baranda de seguridad cierra el paso a nivel del tren. Solo un aviso de un metro cuadrado, a seis metros de la línea férrea, advierte del peligro.

A Goyo lo quiere la gente de Tucurinca. Dicen que él y su colega en el turno les salvaron la vida a tres desesperados que intentaron lanzarse al paso del tren.

Tucurinca no tiene alcantarillado, pero sí acueducto, aunque solo funciona seis horas cada dos días. Por eso no es raro que las mujeres estén lavando ropa a las 10:20 de la mañana en la acequia que corre al pie de la vía.

A esa hora comienza a abrasar el calor, que al mediodía subirá a 34 o 36 grados centígrados.

Ellas se sumergen hasta la cintura y enjabonan, restriegan y enjuagan. También se lavan el pelo. Sonríen. Desde el agua, Amparo Padilla dice que el polvillo del carbón no produce hollín, que la ropa tendida a secar no se ensucia.

Ana Rosa Figueras no tiene acueducto en su choza al pie del ferrocarril, al otro lado de la acequia. «Vivo solita, yo con qué fuerzas voy a traer agua», nos dice.

En su jardín hay un medidor de la calidad del aire, con un pequeño techo metálico. Unos hombres «vienen cada dos días, destapan la casita, miran un papel y apuntan. Vienen a mirar lo del polvillo del carbón», dice Figueras.

«Eso lo estudian, para ver si da enfermedad», detalla, no sin afán, como si el agua de la acequia también se fuera a acabar.

A medida que lava, la menuda mujer cruza dificultosamente la vía, cargando las prendas mojadas para colgarlas del andamio donde está el medidor y que ella aprovecha como tendedero.

María Josefa Arteaga, anciana de camiseta anaranjada, considera que las gigantes del carbón no pagan ninguna contraprestación por alterar la vida de la aldea.

La gente se queja de dolencias que no eran tan comunes antes, «cuando había tren», es decir cuando éste era para pasajeros y traía y llevaba mercancía. Ahora el tren pasa, pero no para. Pasa de largo con carbón.

En la región afirman que el tren está transmitiendo «enfermedad» al ambiente y que todo está contaminado por el polvillo, que cunden el asma y la bronquitis crónica.

Pero no hay estadísticas, o no son confiables, como evidencia la Contraloría respecto de los estudios sobre distintos impactos de esta industria.

Las licencias ambientales no imponen requisitos para el monitoreo de partículas en suspensión de menos de 2,5 micras, algo «indispensable para la adopción de medidas que permitan disminuir o mitigar los efectos que sobre la salud puede presentar la presencia de partículas de material proveniente de las actividades de exportación de carbón», señala la Contraloría.

Otros impactos, más evidentes, son la vibración repetitiva, que agrieta las casas, y el ruido. Los decibelios que produce el tren son entre 10 y 85 veces más altos que el ruido normal.

«Tiemblan puertas y ventanas. Hay casas que están rajadas. Les tapan la rajadura y se vuelven a partir», dice el comerciante de ganado Luis González, recostado contra el muro de su hogar frente a la carrilera.

«En la noche, pasa cada 15 minutos. 20, lo que más ha tardado. Ya me he acostumbrado y no me despierto. Antes pitaba en la noche. Se sentía cuando venía», cuenta.

«Claro que me molesta el tren», dice su vecina Ramona María Moreno, que nació en 1924 y agrega que, protestando sola, no habría llegado a vieja.

«Si el pueblo no se mueve, no hay nada que hacer. ¿Qué hago yo con quejarme si los demás no me acompañan?», comenta.

Colombia exporta entre 92 y 95 por ciento del carbón que produce y es el quinto productor mundial. El 35,3 por ciento del carbón que consume Europa es colombiano, según la Statistical Review of World Energy 2012 de British Petroleum.

Pero esta industria establece mínimos encadenamientos productivos y, por lo tanto, no dinamiza de forma directa la economía, «al menos de manera apreciable respecto al valor explotado», según el estudio de la Contraloría «Minería en Colombia: Fundamentos para superar el modelo extractivista», presentado en mayo de 2013.

Por eso en Tucurinca, como en otros pueblos a lo largo del viaje del carbón al mercado global, el tren pasa, pero no para.