Periodismo: Buñuel no es Walt Disney

Día a día, se extiende como una mancha de aceite la idea, insensata, de que es posible reflejar –periodísticamente- las muertes, guerras, desgracias y catástrofes, sin molestar a nadie entre la ciudadanía en general. Es una idea falsa y dañina. Un concepto absurdo, peligroso e impropio de una sociedad democrática madura.

El lugar del accidente
Investigadores recogen pruebas en el lugar del accidente

Viene esto a cuento porque acabo de recibir una petición para firmar contra la difusión de imágenes relacionadas con el accidente de tren de Santiago de Compostela (Galicia, España). Y hace poco más de unas horas, una buena persona, cercana, inteligente, con una profesión científica, que tiene un amigo entre los fallecidos, me decía muy convencida que los medios audiovisuales, digitales o impresos, no deberían publicar imágenes de la entrada y salida del hospital donde están los heridos. En una imagen general, ella había reconocido a la viuda de una de las víctimas mortales, ambos amigos suyos. Su razonamiento me ha dejado atónito y va en la línea de la petición que acabo de citar.

Estoy de acuerdo en que los medios tienen que hacer su autocrítica todos los días, pero los ciudadanos no deben confundir el diario «Le Monde» con la revista «Hola», las cadenas de Berlusconi con el periódico italiano «La Reppublica», el servicio mundial de la BBC con el diario «La Gaceta» de Madrid. Tenemos que distanciarnos de todos, escarbar en su contenido, pero meterlos en el mismo saco es incomprensible. ¿El escritor Juan Marsé es lo mismo que todos los autores, autoras y autorcillos que han publicado en la editorial Planeta? ¿Es igual Mourinho que Del Bosque? Desde luego, Buñuel no es Walt Disney.

El asunto surge, sí, desde la crítica justa y legítima a los desbordamientos irresponsables, más o menos regulares, de determinados medios de comunicación; sin embargo, la reacción que cito puede ser también inapropiada y nociva, pese a la (supongo) buena voluntad de los promotores de la petición.

Distinguir el comportamiento diverso de los medios

Como periodista, asumo la responsabilidad de lo que firmo. Nada más. Si dentro de un trabajo periodístico concreto (que siempre es colectivo) no he dicho la verdad, si he escondido a sabiendas información pública de interés. Si hay imágenes que hieren y no aportan nada a la descripción de los hechos. Si al utilizar nuestras fuentes hemos mentido, si no hemos sido honestos al recurrir a ellas. Si hemos falseado a consciencia. Si mis colegas gráficos o los editores han sido incorrectos al buscar datos o publicarlos. Si se han explayado con información irrelevante para la opinión pública. Si han discriminado a una persona o a un colectivo, si han plagiado, si se han ensañado con alguien o pagado de manera encubierta por recibir datos o testimonios, entonces estáis en vuestro derecho al firmar esa petición.

Porque si no es así, como periodista, no me podéis imponer otro código de conducta periodística que no sea el que he descrito y que está ya definido por la UNESCO y la Federación Internacional de Periodistas. Se trata de un decálogo basado en la larga práctica de las sociedades más democráticas Quizá hay que discutirlo de nuevo, pero no podéis faltar a la verdad y decir que no existe.

Periodistas serios e información equilibrada

El periodista tiene una grave responsabilidad social, pero si la afronta, la ciudadanía no puede reclamarle otra cosa que su aportación profesional, ética, honesta. El conjunto de la información genera un debate social sobre el sufrimiento, también sobre la protección de menores, de las minorías, la seguridad o la eficacia de las autoridades y la solidaridad ciudadana. Pero unas fotos morbosas en un medio descalifican a los responsables de su publicación, no a todos los medios.

Y en las redacciones de los medios siempre hay tensiones. Criticar a los medios, defender el periodismo ético, luchar contra las falsedades, las exageraciones y la conversión de la audiencia en criterio único, es ciertamente una justa demanda ciudadana. Pero en «Le Monde» o en «The Guardian», en RTVE, «El Correo», «La Vanguardia» o en el «Tageszeitung» de Berlín, hay muchos periodistas que trabajan tratando de respetar los principios éticos de la profesión. Su trabajo es fundamental para la democracia, para criticar al poder, a los poderes y grupos de presión, incluyendo los más recientes, los que (por ahora) son políticamente correctos.

Esos periodistas se ensucian el ánimo y las manos al ejercer su oficio; porque tienen que rendir cuentas diarias a sus jefes, así como a sus oyentes, televidentes o lectores. Y casi siempre lo hacen porque su profesión les sigue fascinando, porque si solo tuvieran en cuenta sus condiciones laborales, sería para echarse a llorar. El sector periodístico es precisamente aquel en el que los modelos laborales precarios se adelantaron varios años a la crisis universal.

El periodista como «hereje» de los prejuicios sociales

El periodismo serio está en peligro, no necesita que activistas ciudadanos se sumen al desprecio ya existente hacia él por parte de los peores propietarios de los oligopolios mediáticos. Mientras, crece también una cierta agresividad irracional, callejera, dispersa, atizada por las estrellas ajenas al oficio (pero que viven de él) y que se desata contra colegas que salen a la calle para hacer su trabajo diario lo más honesta y correctamente posible.

Una anécdota de hace dos años. Ante el desahucio inminente de una familia en el madrileño barrio de Tetuán, yo formaba parte de un amplio grupo de personas que trataban de impedirlo. No estaba allí como periodista, sino como ciudadano. De repente, varios participantes en nuestra acción de resistencia social pacífica empezaron a insultar y zarandear a un jovencísimo camarógrafo del centro territorial de TVE. Fue una reacción histérica, que he visto en otras ocasiones. Los que lo insultaban aún no habían visto la información elaborada (y aún no emitida) de aquel hecho. Ni siquiera se fijaron en el medio, ni preguntaron el programa para el que trabajaba. No pensaron en el contrato de prácticas, infame, al que probablemente estaba sometido el tipo. Nada de nada. Unas ancianas del barrio y otros defendimos al indefenso reportero convertido en chivo expiatorio. «Hay que atacar a los medios», decían unos pocos desquiciados. «Es un periodista», se oía decir a los gritones. Equivale al viejo grito de «es un hereje» o «es un infiel». Es decir, ya es culpable.

En sí, filmar a la puerta de un hospital no es morboso. Forma parte de la realidad, no tiene como fin necesario «explotar» el sentimiento de los afectados. Muestra algo que sucede todos los días. No es lo mismo ilustrar las imágenes con primeros planos insistentes (sobre alguien en particular) que filmar las entradas y salidas, la espera, etcétera. Al aproximarse a sucesos así el periodista debe extremar la precaución y el respeto, pero debe probar lo que diga al hablar de un accidente, ¿puede hacerlo sin mostrarlo en ningún momento, sin testimonios? ¿Sin cuestionar la gestión de las autoridades, sin investigar los detalles?

Del morbo a una cierta censura variopinta y despistada

Creo que hay que dirigirse solo a quienes hayan ido más allá de lo debido y no censurar a todos los medios y periodistas a la vez, como si el esfuerzo de equilibrio informativo fuera lo mismo que los comportamientos irresponsables. En nuestra época, la censura no tiene el rostro de unos señores viejos dilucidando la corrección moral y política en un cuarto oscuro. Por el contrario, existe a la luz del día, es multiforme. Se apoya en diversas instituciones económicas y políticas de rostro impecable y también en la extensión de convicciones de moda. Aparece como una idea socialmente irresistible, como censura multifacética, vaga, que preconiza la ausencia de aristas molestas en un sentido u otro. Se refiere a los medios, digamos, tradicionales; pero menos, o nada, a los insultos, distorsiones, mentiras y amenazas numerosísimas que circulan por las «benditas» redes sociales.

En el texto de la mencionada petición se habla de «fotografías y vídeos muy duros sobre la tragedia ferroviaria», de imágenes de «cadáveres de las personas fallecidas». Se cuestiona nuestro equilibrio mental: «¿Te imaginas el dolor de no saber qué ha sido de tu hija y ver por todos los lados vídeos y fotos de la tragedia?». Sugerencia: hay que criticar el morbo en los medios, pero también allí donde aparezca y sea evidente. También en el ejercicio de la libertad de palabra común.

Pero donde la perspectiva me parece absolutamente errónea es cuando se demanda evitar «la difusión incontrolada» del vídeo del accidente grabado por las cámaras de seguridad. Ahí no se ve otra cosa que el lugar, en un plano muy general, las vías, el tren descarrilando (nos produce angustia, sí). Pero no vemos a ningún ser humano, a ningún rostro concreto, no hay otra cosa que una imagen de seguridad mostrando cómo se produjo la catástrofe. Podríamos suprimir las lecciones de historia, porque prolongan la descripción «incontrolada» del pasado más sangriento, morboso y terrible. Es absurdo.

Los periodistas y los medios ya disponen de códigos éticos. En mi carnet de la Federación Internacional de Periodistas figura uno muy preciso. Trato de atenerme a él e intento ser respetuoso, muy respetuoso, con las personas; y puedo contar docenas de dilemas éticos que he tenido a lo largo de mis años de vida profesional, no siempre fáciles. He estado en varios conflictos armados, ¿tendría que haber eludido la imagen de las masas de refugiados? ¿Tendría que haber evitado su testimonio?; en catástrofes y ataques terroristas, ¿debería haberme apartado y evitar la cercanía de las víctimas? ¿Decir quiénes y por qué?

En fin, creo que siempre hemos sido testigos de intentos complejos y diversos de eludir la información que más duele. Muchas veces eso estaba cargado de buenas intenciones, pero en muchas ocasiones era tan peligroso para la información equilibrada como los recovecos oscuros de la vieja censura política o eclesiástica.

Lo siento, al pedir mi firma, creo que tampoco vale todo.