El último concierto de Amy

Por Miguel Rodríguez Andréu

Amy Winehouse ha entrado ya en el club «Forever 27» en el que Janice Joplin, Kurt Cobain, Jimi Hendrix o Jim Morrison la esperaban. Ya había cumplido los requisitos, tenía 27 años, un talento musical enorme y una vida atormentada. Ya no tendrá que demostrar nada. Ha pasado a ocupar un lugar entre los más grandes de la música.

Amy Winehouse
Amy Winehouse

Por Miguel Rodríguez Andréu

Belgrado transpira esa maldición gangrenosa, la que no supura, escamosa, adherida a las paredes de piedra de la fortaleza de Kalemegdan. Está inscrita en el genotipo europeo, como una desgracia que alimenta el ego de gigante incomprendido, que invita al llanto de las voces del folk balcánico más elegante, de las desaparecidas Sofka Nikolić, Danica Obrenović o Maria Tănase.

Una atmósfera de corrientes, a las que tanto temen los serbios (¡la corriente mata! – promaja ubija!), aquel rincón verde donde las corrientes del Danubio mimetizan con el Sava en una trágica sinfonía; desde ahí se celebró el último concierto de Amy Winehouse, la diva del soul. Desde ahí Amy lanzó sus últimos suspiros musicales, incapaz de tenerse en pie, abrazada a sí misma, musitando palabras como débiles gorgoteos. Aquella fatal noche sólo Moby salió airoso, ante unos asistentes que terminaron por dar la espalda a aquellos murmullos apenas audibles, mostrar su descontento mediante silbidos, reclamar que les devolvieran los 40 euros de la entrada, o, en el mejor de los casos, entreteniéndose ante el desatino del momento. Cruel ironía la del destino: asistir a un pésimo concierto que la muerte de la intérprete convertirá en un clásico.

«Suena afroamericana, pero es judía británica. Parece sexy, pero no juega a eso. Es joven, pero suena vieja. Canta con sofisticación, pero es vulgar hablando. Su música es melosa, pero sus letras son desagradables», fueron palabras del crítico de música de The Guardian y The Observer Garry Mulholland, citadas en un excelente artículo de Walter Oppenheimer para El País («Esplendor y miseria de Amy Winehouse») del año 2008. Desde aquellas fechas la luz de la estrella se fue apagando, como si ya no hubiera rincón por iluminar en el universo musical, en una panoplia de escándalos por drogas y alcohol, que nunca consumieron la llama del inmenso talento derrochado en Back to black, Rehab, You know I'm no good o Just friends.

Su garganta desgarrada y su tren de vida rescató una tradición aislada: el troubled soul; devolvió el gusto por la pureza en el arte sin dejar de ser salvajemente actual. Estableció un hilo de continuidad con la música de los viejos maestros del soul y del R&B, acariciando incluso los gustos musicales de aquellos que más se sienten en la crema de la modernidad digital. Hizo real la máxima de que en la originalidad está la genialidad y regaló grandes canciones con las cuales muchos hemos ido aprendiendo a distinguir la brillantez entre tanta algarada mediática de su derredor.

La metáfora es que Amy Winehouse vino como un animal herido a morir a la sombra de los robles albares, a justificar su leyenda maldita a la orilla de los ríos de la capital incomprendida, como lo fue su vida para muchos. En su último concierto divisó la extensa planicie de la Vojvodina, donde las corrientes de aire bailan entre los maizales, donde se oyen la eterna melodía de las cantantes balcánicas, mujeres celebradas en ausencia, cuando se las oye cantar con sus voces nuestros propios deseos y frustraciones.

En Belgrado la brisa se llevó a la última de las rosas inglesas, como dice la canción de Pete Doherty.