Eurasia a fuego lento: la Unión Eurasiática a la luz de la crisis de Ucrania

(investigador principal Cidob)

El pasado 29 de mayo los presidentes de Kazajstán, Bielarús y Rusia firmaron –en una cumbre solemne celebrada en Astaná– el tratado de creación de la Unión Económica Eurasiática (UEEA). Putin parecía satisfecho, Lukashenka y, particularmente, Nazarbáyev algo menos. Para el Kremlin el tratado debería marcar un claro paso hacia adelante en su proyecto de reintegrar el espacio postsoviético en torno a Moscú.

Reunión en Kremlin
Reunión en Kremlin / Foto: Oficina de Prensa e Información del Kremlin - CC BY 3.0

Para el resto de participantes, el proyecto, a la luz de la crisis ucraniana, ha adquirido una dimensión imprevista. La anexión rusa de Crimea y sus maniobras para desestabilizar el Este de Ucrania marcan un punto de inflexión y abren una nueva etapa, cargada de incertidumbres, en el espacio eurasiático.

El acuerdo –que contempla libertad de movimientos de bienes, capitales, servicios y trabajadores– es un primer paso hacia el establecimiento de un espacio económico único y supone, en palabras de los firmantes, la articulación de un polo de crecimiento global con un mercado combinado de 170 millones de personas y un PIB de 2,3 billones de dólares. Si bien, desglosado por países, la UEEA es, sobre todo, Rusia con sus 143 millones de habitantes y un PIB aproximado de 2 billones de dólares (Banco Mundial, 2012).

También genera dudas el grado de complementariedad de las tres economías, su nivel de desarrollo y los efectos secundarios de un acuerdo que favorece el comercio entre los tres miembros, pero ¿facilita o dificulta las relaciones comerciales y económicas con el resto del mundo? Y, en consecuencia, plantea la duda de si contribuye a su desarrollo y modernización económica o al mantenimiento –mediante medidas proteccionistas y mercados cautivos– de industrias obsoletas. Kazajstán, por ejemplo, ha tenido que incrementar notablemente sus aranceles con vistas a igualarlos con los de Rusia. El probable rápido ingreso de Kirguizstán y Armenia no alterará sustancialmente ni los desequilibrios ni despejará las dudas que existen sobre el atractivo y la viabilidad de la UEEA.

Con todo, las principales dudas que rodean al proceso de unión eurasiática son de naturaleza política. La crisis de Ucrania ha provocado un serio dilema en todas las ex repúblicas soviéticas, particularmente intenso en Kazajstán. Por un lado, Astaná comparte el punto de vista del Kremlin sobre la caída de Yanukóvich y el euromaidán, percibido como resultado de una mera injerencia exterior (léase, occidental) cuyo único fin es la reorientación geopolítica de Ucrania. Desde esta perspectiva –dominante entre las élites postsoviéticas–, las revoluciones de colores (y su eco en la primavera árabe) no son más que una suerte de «golpes de Estado postmodernos», orquestados y financiados por Occidente.

Pero, por otro lado –y esta es la gran novedad-, Astaná teme profundamente una Rusia revisionista que cuestione las fronteras actuales, apele a la «unidad de la nación rusa» y se arrogue el derecho de intervenir allí donde estén sus «compatriotas». Basta con recordar que un 23,7 por cien de los ciudadanos de Kazajstán son rusos étnicos (censo de 2009), se concentran en el norte del país en las zonas fronterizas con Rusia y han sido uno de los elementos recurrentes en el imaginario del nacionalismo ruso (desde Solzhenitsyn hasta Dugin).

Por ello, el estrechamiento de las relaciones con Moscú pone ahora en una situación incómoda al presidente Nazarbáyev. Voces críticas se han dejado sentir con fuerza inusitada, especialmente las que provienen del etnonacionalismo kazajo, y se han visto espoleadas por las recientes dificultades económicas causadas por la devaluación del tengué, achacada por muchos en Kazajstán a la vinculación con la zona rublo debida a la pertenencia a la Unión Aduanera. De ahí la insistencia de Nazarbáyev –incluso durante la ceremonia de firma en Astaná– en la idea de que el tratado no merma en ningún sentido la soberanía de sus miembros y no tendrá derivaciones políticas. Una afirmación que entra en contradicción con la crisis ucraniana y con la mezcla de subsidios con medidas coercitivas y amenazas explícitas que ha empleado el Kremlin para la construcción de la UEEA..

Como es sabido, el proyecto de la UEEA tiene mucho que ver con el empeño personal del presidente Putin y su aspiración de recuperar para el Kremlin el control de las relaciones de las ex repúblicas soviéticas con la Unión Europea y el resto del mundo. Sin embargo, conviene recordar que el gran impulsor –y quien mantuvo viva esta idea durante los años 90– fue el propio Nazarbáyev, quien soñaba con hacer de Astaná la capital de Eurasia y el puente que conectara Asia con Europa (ya fuera por Rusia o por Turquía). Su proyecto inicial tenía como objetivo hacer frente a los riesgos para la integridad territorial de Kazajstán derivados de una posible unión eslava (Bielarús, Rusia y Ucrania). Es decir, con el acercamiento a Moscú se buscaba, precisamente, reforzar la integridad y soberanía kazajas.

Esta posición permitió a Nazarbáyev –junto con su política de promoción de la «armonía interétnica»– contar con un Kremlin receptivo y poco interesado en apelar a la carta étnica. Al mismo tiempo, permitió a Astaná implementar su llamada política exterior multivectorial con la que persigue desarrollar relaciones equilibradas con todos los grandes actores del sistema internacional y no quedar encuadrado en ningún bloque. En otras palabras, es una doctrina que trata de hacer de la necesidad, virtud y evitar una nueva dominación rusa o de otra gran potencia (léase China). De esta manera, la creciente asertividad rusa y la aparente deriva eurasianista del Kremlin plantean un escenario complicado y plagado de incertidumbres y riesgos para Kazajstán.

Tradicionalmente, se suele dividir y encuadrar a los dirigentes y pensadores rusos en materia de política exterior en tres categorías ideales: los liberales proccidentales, los eurasianistas y los derzhavniki. Estos últimos forman la corriente dominante y son nacionalistas pragmáticos que sitúan el «interés nacional» y la condición de Rusia como «gran potencia» como aspectos prioritarios. El actual universo eurasianista es múltiple y diverso, pero en general confiere a Rusia una misión civilizatoria especial y cuestiona las fronteras existentes. Por su enfoque realista y pragmático, a Putin se le ha considerado hasta ahora como un típico representante de los derzhavniki. Sin embargo, su giro eurasianista no parece un ardid táctico, sino un replanteamiento estratégico de calado cuyas consecuencias están aún por ver. Pero lo cierto es que Alexandr Dugin hace tiempo que ya no es un ideólogo marginal de la extrema derecha, sino un influyente asesor y pensador del mainstream ruso.

Así las cosas, el proyecto de la UEEA ha adquirido una dimensión nueva y se suma a toda una serie de procesos políticos y fenómenos transnacionales –desde la retirada de Afganistán hasta los procesos sucesorios en Asia Central pasando por los conflictos congelados– que se están cocinando a fuego lento en el espacio eurasiático y que amenazan con entrar en ebullición en un futuro cercano.