Grecia, democracia europea y legitimidad política

El actual conflicto entre el gobierno griego de Alexis Tsipras y el eurogrupo no se limita a medidas de austeridad, reformas o pago de deudas. Detrás de esta tragedia griega late una tensión entre la refinada norma democrática de conceder más poder de decisión a los ciudadanos sobre la política gubernamental, y la paulatina tendencia a tomar decisiones políticas importantes sin la intervención directa de los votantes.

Ruud Kole
Ruud Kole

Esta tensión proviene de concepciones diferentes de la democracia; plantea preguntas sobre la legitimidad de las decisiones que se toman a nivel nacional, pero más aún a nivel europeo. Los socialdemócratas no pueden ignorar este dilema, ya que influye decisivamente en la forma de afrontar las cuestiones sociales.

Hace unos años, el politólogo Peter Mair observó que se abría una brecha entre lo que llamó el gobierno representativo y el gobierno efectivo. El equilibrio entre ambos tipos de gobierno es esencial para el buen funcionamiento de la democracia. Este equilibrio está descompensado. Al reaccionar frente a los cambios en su entorno electoral, y actuando de acuerdo con los gobiernos, los partidos políticos se han institucionalizado. Su papel como intermediarios entre la política y los ciudadanos se ha debilitado. Esto es especialmente notorio en los partidos mayoritarios. Tradicionalmente, los grandes partidos tenían un canal electoral mediante el cual la voz popular podía expresarse, así como una vía de reclutamiento de futuros políticos que podían intervenir en el gobierno. Actualmente, los partidos mayoritarios están tan ocupados en las tareas institucionales que su labor representativa se ha diluído. Sucede también con los grandes partidos en la oposición; no solo están cada vez más embebidos en las tareas de gobierno, sino que se han adaptado a la complejidad que requiere legislar en un contexto cada vez más internacionalizado y europeo.

La dificultad que entraña esa nueva orientación requiere de consejeros expertos, por lo que la influencia de tecnócratas en las decisiones políticas es cada vez mayor. Peter Mair llega a hablar del «vaciado de la democracia»: la exclusión de políticos y ciudadanos del proceso representativo.

Aún cuando no todos los estudiosos coinciden con el sombrío análisis de Mair, el carácter pemanente de la tensión entre ambos conceptos de democracia pone de manifiesto la dificultad para resolverla.

La cuestión de tener políticos representativos por un lado o efectivos por otro está estrechamente relacionada con el dilema de cómo combinar los intereses de la población con la necesidad de un gobierno eficaz de la ciudad o del país. Ya en la Grecia clásica, que se pone a menudo como ejemplo de sociedad auténticamente democrática, había comentarios críticos. Platón afirmó que la polis debería estar regida por políticos que hubieran recibido una formación extensa y ex profeso; los reyes-filósofos. Aristóteles por su parte, en su famosa clasificación de los sistemas políticos, colocó a la democracia como uno de los no deseables; la propia avaricia de la masa la hacía inadecuada para tomar las riendas del gobierno. Sugirió un sistema en el que se mezclara el gobierno de la aristocracia y la plebe (la «politeia»). Mucho más tarde, hacia 1930, el intelectual socialdemócrata holandés Bonger apuntó a un sistema parecido, defendiendo la democracia frente a los que pedían un «hombre fuerte» y a los que exigían la simple voluntad de las masas. Según su punto de vista, la supervivencia de la democracia dependía de que sólo los mejores pudieran ser políticos. «La democracia será exclusiva o no será», es su cita famosa.

Diferentes conceptos de democracia

El debate continuó tras la segunda guerra mundial. En las primeras décadas predominó el concepto de Schumpeter de democracia como competición de políticos por obtener los votos del pueblo. Schumpeter, economista y filósofo político, estaba radicalmente en contra de la percepción «clásica» de la democracia, tal y como la había abanderado Rousseau en el siglo XVIII. La idea pluralista de Schumpeter no incluía la democracia directa, ni tan siquiera la indirecta con líderes que representaban a sus votantes, sino más bien un aparato institucional para llegar a acuerdos políticos en el que intervenían agentes políticos que habían adquirido el poder mediante la competición por los votos de los ciudadanos. Este concepto «pluralista» fue criticado por los «neo-demócratas» en la década de 1960 por ser demasiado elitista. No solo se consideraba poco inclusivo (en EEUU, por ejemplo, los afro-americanos estaban aún luchando por ser aceptados como ciudadanos de pleno derecho), sino que ni siquiera se veía como suficientemente pluralista. Las elites se enzarzaban en luchas electorales bajo diferentes partidos, pero todos ellos pertenecían a la misma clase social alta. Como el politólogo Schattschneider dijo en 1960, «el fallo del paraíso pluralista es que al coro de ángeles se le nota demasiado el acento de clase alta».

La democracia debía convertirse en un proceso mucho más inclusivo. Desde 1960 el término «democracia participativa» fue adoptado

como lema de la renovación democrática. Sin embargo, la realidad era más dura. Parecía que la mayoría de los ciudadanos participaban mucho menos de lo que se esperaba o se deseaba. Por ello, empezó a hablarse de la «democracia de auditorio» y de «ciudadanos vigilantes». Al final se llegó a un refinamiento de la norma democrática: la democracia debe ser más inclusiva, más eficaz, más extensiva y a veces más directa. Aunque se concluyó que el ideal de gobierno de las masas no era (plenamente) alcanzable, todos los debates acerca de legitimidades y brechas entre el pueblo y la política terminaron con la petición de más democracia. En contraste con lo que ocurría en 1930, hasta la fecha casi nadie en las democracias occidentales pide menos democracia. La norma democrática, o en otras palabras, la exigencia de legitimidad democrática, es aceptada en todos los ámbitos.

La realidad de la administración política, sin embargo, muestra una imagen diferente. La complejidad de gobernar no solo ha propiciado la profesionalización de los políticos; más que nunca, estos confían en técnicos expertos. Esta situación ha conducido a la «tecnocratización» de la política. El discurso de los políticos expertos tiende a estar dominado por una lógica financiera-administrativa. Más aún, se observa la tendencia a poner cada vez más poder en manos de esos técnicos no políticos. Pero, desde luego, en una democracia siempre habrá campos que no pueden estar sujetos al manejo democrático sino al técnico. Por ejemplo, en un Rechtsstaat democrático (un estado basado en el derecho), el poder de decidir cómo aplicar la ley en cada caso aislado está en manos de profesionales independientes: los jueces.

El auge de los expertos

Durante las últimas décadas ha habido una tendencia cada vez mayor a dar mas y mas poder a (organizaciones de) expertos sin ningún tipo de legitimidad democrática. Giandomenico Majone, experto en gobernanza europea, ha destacado la cuestión temporal a la hora de explicar el crecimiento de esas instituciones no democráticas. Los políticos pueden hablar de un futuro brillante, pero en la práctica su horizonte temporal está limitado por el periodo de su mandato. Al final, puede haber un cambio en la composición del gobierno, lo que llevará a políticas diferentes. Eso es la democracia. El problema es que el mundo está cambiando, las fronteras se vuelven porosas. Debido a la globalización y la europeización, los países se han vuelto más dependientes del mundo exterior a la hora de alcanzar sus metas. El modus operandi de los países ha cambiado también; si antes se podía usar la coacción para algunos fines, ahora la interdependencia de las naciones exige delegar poder político en otras instituciones para poder llegar a objetivos a largo plazo.

La desviación del poder político hacia instituciones no democráticas (la troika griega de la Comisión Europea, el FMI y el BCE, por ejemplo), choca con la creciente demanda de legitimidad democrática que mencionábamos antes. Esto explica por qué la narrativa de la legitimidad democrática ha cambiado. La democracia moderna no es viable sin algo de legitimidad. En el proceso de buscarla, se han propuesto varios tipos, y muy a menudo se ha supuesto que la pérdida de un tipo de legitimidad podía ser compensada por el advenimiento de otro tipo. De este modo, el input legítimo (los deseos de los ciudadanos se traducen en políticas de gobierno) se ha distinguido del output legítimo (las políticas resultantes satisfacen a los ciudadanos). A causa de la creciente europeización, se ha puesto paulatinamente cada vez más énfasis en ese output. A nivel europeo, el input casi no existe. Aún cuando el poder del Parlamento Europeo ha aumentado, la Unión Europea no posee la dinámica gobierno-oposición tan necesaria para el buen funcionamiento de la democracia.

Dado el bajo nivel de input legítimo en la UE, se pone todo el esfuerzo en el output. Esta situación refuerza el desnivel entre el gobierno representativo y el efectivo, como apuntaba Mair. Cuanto más poder se concede a nivel europeo (leyes presupuestarias, por ejemplo), más se inclina la balanza hacia la política «efectiva». La tragedia griega es un ejemplo claro.

Sin tener en cuenta otras cuestiones, el ascenso de Syriza en Grecia se puede considerar como una consecuencia de la creciente tensión entre la norma democrática y la práctica tecnócrata. La «política representativa» parece estar perdiendo terreno frente a la «política efectiva». El hecho de que el Primer Ministro francés Valls haya podido entregar un paquete de reformas a la Comisión Europea simplemente circunviniendo su órgano parlamentario refuerza esta idea. ¿Se están conviertiendo los eurócratas no electos en los reyes-filósofos modernos?

Durante los encuentros del gobierno de Syriza con los miembros del Eurogrupo y la Troika, el ministro de finanzas alemán Schäuble describió la postura griega como irresponsable. Se les dijo a los griegos que dejaran a un lado la «retórica electoralista». Se diga lo que se diga sobre la ingenuidad o arrogancia del gobierno griego durante las reuniones, una cosa está clara: su postura ha sido un magnífico ejemplo de «política representativa» y de input legítimo. Pero parece que los griegos debían ser humillados, torturados o lo que hiciese falta para impedir que obtuvieran un ápice de éxito. De no ser así, ese triunfo podría contagiarse a otros países y beneficiar electoralmente a movimientos como Podemos en España, lo que debía evitarse.

Una estrategia tan agresiva, sin embargo, puede tornarse contraproducente. Rechaza la necesidad de un equilibrio entre el input y output legítimos de una democracia bien engrasada. Este equilibrio está soportando una grave presión en varios países europeos. Movimientos como Syriza en Grecia, Podemos en España, UKIP en Reino Unido, el Frente Nacional de Francia o el PVV de Wilders de Países Bajos, aunque distintos, comparten la característica de no pertenecer a partidos mayoritarios, estar en contra de las políticas de esos partidos y ser fuertemente euroescépticos. Su ascenso es una señal a tener en cuenta, no debe percibirse sólo como simple «retórica electoralista». ¿No yace la fuerza de Europa en la defensa de la democracia y de la ley?

Un nuevo enfoque de Grecia (y Syriza)

Es necesario un nuevo enfoque de Syriza. Un acercamiento en el que el input y el output legítimos estén más equilibrados. Esto no significa aceptar todas las demandas del gobierno griego, pero sí que su gobierno se debe tomar en serio, ya que se ha formado según las bases de las elecciones democráticas. El gobierno griego, por su parte, debería escuchar las preocupaciones de los políticos de otras naciones, que tienen que responder ante sus propios votantes. El choque entre las opiniones de las distintas partes («¡los griegos deben devolver hasta el último euro!» frente a «¡no más medidas de austeridad que destruyen la sociedad griega!») sólo se puede sobrellevar mediante el esfuerzo de todos los políticos involucrados, buscando acuerdos justos y creativos. Siempre habrá compromisos políticos, defendidos por mandatarios que no se esconden tras tecnócratas. Siempre se puede solicitar la experiencia de las instituciones no democráticas, pero no pueden reemplazar a los políticos electos. A menos que se acepte el «grexit», el desenlace del caso griego no puede ser otro que la condonación (parcial) de los préstamos junto con reformas estructurales, dejando sitio para que el gobierno griego pueda alcanzar sus promesas electorales a la vez que lleva a cabo estas reformas.

En un futuro, se debería plantear un debate en todos los países miembros, y en la UE en su conjunto, sobre si el predominio de la tecnocracia sobre la política representativa ha ido demasiado lejos.

Todo esto es de especial relevancia para los secialdemócratas. Majone ha subrayado que las instituciones no democráticas funcionan bien con las «políticas de eficiencia», pero no con las «políticas redistributivas». Eso provoca que la UE sea actualmente incapaz de hacer una redistribución real de la riqueza. Para los socialdemócratas es importante la solidaridad entre las naciones, así como el gasto público eficiente. Esto explica su incomodidad con la UE. Están convencidos de que la colaboración europea es necesaria para la seguridad y la prosperidad, pero ven como el énfasis en la eficiencia impulsa los planes neoliberales. La delegación de la soberanía nacional en la UE conlleva menos libertad en asuntos de bienestar de cada país. Al mismo tiempo, esa pérdida no está lo suficientemente compensada por las políticas de redistribución europeas. De esta forma, la colaboración europea puede resultar en el crecimiento del PIB de un país miembro, pero también aumentar la brecha entre ricos y pobres de ese país.

Para los neoliberales esto no supone ningún problema, pero para los socialdemócratas sí. Estos últimos deben afrontar el desafío de mantener viva la esperanza de la redistribución de la riqueza sin perder eficiencia política. La tendencia a dar más peso a las instituciones no democráticas debe analizarse con ojo crítico para evitar ser arrastrados hacia la lógica tecnócrata que refuerza la agenda neoliberal. Afianzar el control del Parlamento Europeo sobre la Comisión Europea y el de los parlamentos nacionales sobre los gobiernos parece un primer paso obligatorio (no sólo para evitar acercarse al modelo de Singapur, con más prosperidad pero menos democracia), sino también para crear y mantener un hábitat para las políticas redistributivas que sea compatible con el estado de bienestar (nacional).

Así como la socialdemocracia de hace un siglo dejó de enfrentarse al estado e intentó conquistarlo, la socialdemocracia actual no debería rechazar a la UE, sino orientar su curso. Por ejemplo, haciendo que la creación de empleo sea un objetivo tan importante para la UE como el balance de cuentas. Las medidas que reducen el déficit presupuestario pero que no fomentan la creación de empleo no deberían ser aceptadas automáticamente. Es un objetivo por el que merece la pena luchar. Pero sólo puede alcanzarse si los socialdemócratas pueden convencer a los votantes de que su voto se va a tener en cuenta.

De esta forma, la crisis griega puede ayudar a plantearnos de nuevo la tentación tecnócrata con su excesiva «política efectiva» que ha campado a sus anchas desde el advenimiento del neoliberalismo. Aunque Grecia no pueda evitar reformas profundas, este planteamiento puede ser la mayor ganancia desde el inicio de la crisis, no solo para la población griega, sino también para la democracia en general.

Ruud Koole es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Leiden, ex presidente del Partido Laborista holandés
Traducido por Daniel P. Alonso
Artículo original en http://www.socialeurope.eu/2015/04/greece-europe-legitimacy-politics/