«Invertir en el combate contra el hambre produce un extraordinario retorno»

El hombre que jugó un papel clave en el diseño de las políticas alimentarias de Brasil, que tanto éxito han tenido, cree que es posible erradicar el hambre en el mundo y se propone intentarlo con una «idea simple». Se trata de elevar el compromiso político, movilizar recursos incluso modestos y adoptar objetivos absolutos, es la propuesta del brasileño José Graziano da Silva, exministro de Seguridad Alimentaria de su país, que asumirá en enero la dirección general de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).

Graciano da Silva
José Graciano da Silva, tomará posesión como director general de la FAO el próximo enero

Basándose en la experiencia brasileña del programa Hambre Cero, Da Silva sostiene que todo lo que se invierta en esa lucha es buen negocio. Este agrónomo y economista también calificó de «paralizante» el combate al gran negocio agrícola que encabezan movimientos sociales como La Vía Campesina. No existe una oposición entre pequeña agricultura y agronegocio, según Da Silva. «Buena parte de la agricultura familiar hoy en día está involucrada en la cadena agroalimentaria del agronegocio», argumenta.

- Ya casi se supera la barrera de los 1.000 millones de personas que no tienen suficiente para comer. ¿Cuál será su propuesta central en la dirección de la FAO para erradicar el hambre?

José Graciano Da Silva.- Mi idea es bastante simple. Hay que combinar tres elementos. Primero, el compromiso político de los países más pobres de erradicar el hambre. Pretendo hacer una consulta con los países con crisis prolongadas, pobres e importadores de alimentos -sobre todo en África y algunos en Asia- para que aporten ese compromiso político y también sus recursos. Porque esos países tienen recursos. La experiencia de Brasil indica que se recuperan rápidamente. La inversión en combatir el hambre tiene un retorno extraordinario. En el caso brasileño, regresó como impuestos y como generación de empleo e ingresos. En la FAO vamos ayudar a esos países a preparar planes factibles y a encontrar recursos.

Segundo, involucrar no solo a la FAO, sino al Programa Mundial de Alimentos y al Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA).

Y tercero: hay que ir más allá de las Metas del Milenio. Porque es muy difícil la movilización política tras el objetivo de reducir a la mitad la proporción. Hay que poner metas absolutas.

- La agricultura está ante varias encrucijadas, entre otras el impacto del cambio climático y la degradación de los suelos. ¿Cómo piensa intervenir en estos aspectos?

JGS.- Uno de los cinco pilares de mi campaña fue promover un desarrollo más sostenible de la producción y del consumo. Una revolución doblemente verde. Un ejemplo es su país, Argentina, que hoy tiene entre el 90 y el 95 por ciento de su producción de granos con siembra directa, sin remover el suelo. Eso reduce al mínimo la erosión. Una de las grandes pérdidas de la agricultura tropical es la pérdida de suelos y el avance de la desertificación, por el uso intensivo de maquinaria. En el caso de la restricción actual de fertilizantes químicos -sobre todo por precio y disponibilidad- hemos encontrado la forma de sustituirlos por otros abonos naturales. Y así hay un conjunto de tecnologías en los países en desarrollo que practican agricultura tropical. Otro pilar de mi campaña es el incremento de la cooperación Sur-Sur.

- El gran agronegocio exportador y la extensión de cultivos que ocupan áreas cada vez más extensas (la soja, la palma aceitera, la forestación industrial) compiten con producciones alimentarias como la ganadería y las huertas. ¿Cómo ve esos desafíos?

JGS.- Desafortunadamente, algunos sectores del movimiento social tienen una visión muy perjudicial para ellos mismos y, en cierto sentido, paralizante: oponer el desarrollo de la agricultura familiar al agronegocio como si se hicieran la competencia. El agronegocio es más bien «marketing». El concepto emergió en Estados Unidos en los años 50 para hacer «lobby» en el Congreso legislativo y conseguir de esta forma más subsidios para la agricultura, e involucraba a las industrias abastecedoras de insumos, a las procesadoras y a toda la cadena agroalimentaria.

En ese sentido, es un concepto unificador, y creo que buena parte de la agricultura familiar hoy en día está involucrada en la cadena alimentaria del agronegocio. No hay cómo escapar de esa trayectoria. Por eso me parece paralizante la propuesta de combatir ese modelo. Es mucho más sensato para los pequeños agricultores pelear por el desarrollo de mercados locales, que valoren los alimentos frescos y nutritivos que no tienen mercado internacional. En América Latina tenemos el fríjol en toda América Central, y en Brasil, la yuca, que son alimentos de la cesta básica, y los países andinos tienen la quinua y el amaranto. No todo el mundo come carne. Hay otras formas de proteínas animales y vegetales que se han perdido con el desarrollo de los productos alimentarios.

Esa reducción –el 80 por ciento de la población mundial come en base a cuatro productos: trigo, maíz, arroz y soja- es una gran amenaza para la población mundial, sobre todo porque apunta a un tipo de dieta cada vez más energética. Son cereales y grasas, oleaginosas. Y la obesidad es un problema grave en cantidad de personas afectadas. Tenemos más de 1.000 millones de obesos. Ampliar la base alimentaria con la diversificación productiva de la agricultura familiar para abastecer mercados locales me parece un camino positivo que no compite con el agronegocio.

- La expansión de cultivos alimentarios para producir agrocombustibles ha contribuido al aumento de precios. Voces críticas aseguran además que, por ser grandes monocultivos, también contribuyen al desequilibrio del ambiente, como la caña de azúcar en Brasil, la palma aceitera en varios países latinoamericanos y asiáticos, el maíz en Estados Unidos. ¿Cuál es su posición?

JGS.- Voy a utilizar la retórica de Lula (el expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva) en su discurso de 2008 en la FAO. Él decía que «los biocombustibles son algo muy genérico, hay de todo bajo ese paraguas. Y así como con el colesterol, hay que separar el bueno del malo». Hay un biocombustible que afecta al precio de los alimentos, el maíz, que es el insumo básico de muchas cadenas alimentarias. Estudios de la FAO demuestran que tiene impacto porque afecta a los precios de otros productos, incluso de la soja, porque sus mercados están conectados. Además hay algún impacto en oleaginosas, como la colza en Alemania, que compite por el agua, con los recursos naturales. En Malasia existe el temor de que la expansión de la palma acabe con la biodiversidad de las florestas naturales.

Pero no hay un impacto de los biocombustibles en general sobre los precios. En el caso de la caña de azúcar de Brasil eso está demostrado. Primero, porque es mínimo. Apenas se utiliza un tres por ciento del suelo para el etanol de caña. Segundo, porque el circuito de la caña en Brasil no compite con el sistema agroalimentario. Tiene sus propios canales. No todos tienen la misma disponibilidad de tierra y agua para producir biocombustibles. En la FAO hicimos un estudio país por país de América Latina, como debe hacerse, y se demostró que hay cuatro que pueden expandir la producción de biocombustibles sin afectar a la seguridad alimentaria: Argentina, Paraguay, Brasil y Colombia. Esos países tienen una variable de ajuste que es el gran secreto moderno, por decirlo así. Hay una transición de la pecuaria extensiva a la pecuaria intensiva. Y eso libera una enorme cantidad de recursos de tierra y agua y limita tremendamente la presión de la expansión de la frontera agrícola sobre selvas y bosques. Es un cambio de paradigma radical. Son países que han integrado la producción pecuaria y agrícola como Europa, como Estados Unidos, como sectores de la Pampa Húmeda.

- Otro tema nuevo son las adquisiciones de tierras agrícolas por parte de empresas e incluso gobiernos de terceros países en África y en otras regiones del mundo en desarrollo. ¿Cuál es su visión de este fenómeno?

JGS.- Acabamos de terminar un estudio en 17 países de América Latina según el cual, en términos de volumen, el impacto es importante en Argentina y Brasil. Otros sienten el problema en áreas de frontera, pero como consecuencia de movimientos de población, desde hace mucho más tiempo. Ahí están Paraguay y Uruguay afectados por la expansión brasileña en el agronegocio de la soja. Pero no hemos encontrado evidencias en otros países. Sí hallamos una gran preocupación de países y gobiernos por recuperar una legislación que les permita ordenar su territorio. Por ejemplo, en el sur de Chile vemos empresas que compran grandes extensiones de tierra para preservar florestas o para impedir la construcción de represas hidroeléctricas o carreteras.

Los países tienen que actualizar las legislaciones de tierras, muchas copiadas del Estados Unidos del siglo XVIII, cuando toda la concepción legal era para evitar que un país pudiera poblar la frontera de otro. Pero esa concepción ya no corresponde a la movilidad de capitales de hoy. Los países piden ayuda a la FAO para designar otros mecanismos que aseguren el control de sus territorios. Por ejemplo, una base informativa. La gran mayoría de las naciones de la región ni siquiera tienen información de quiénes compran las tierras.

- ¿Cuál fue el propósito de ampliar y reformar el Comité de Seguridad Alimentaria Mundial?

JGS.- La intención fue atraer a sectores que hasta ahora eran observadores de la sociedad civil, para que hablen en las mismas condiciones que los países en la lucha contra el hambre, y lo mismo vale para el sector privado, los dos componentes que se añadieron al Comité con la reforma. Hay que incluir a todos en esta lucha, que debe ser global. Esto acaba de empezar, pero ahora hay un plazo para conocerse y encontrar el camino. La reforma se hizo tarde, y hay una tremenda presión para que responda de inmediato con acciones más concretas.