John F. Kennedy: 50 años sin novedad

22 de noviembre de 1963. A las 12.30 del mediodía en los Estados Unidos, cuando el presidente John Fitgerald Kennedy saludaba desde la limusina descapotable a la multitud que se apiñaba a ambos lados de la plaza Dealey de la ciudad texana de Dallas, se oyeron tres disparos supuestamente procedentes del último piso del Texas Book Depository, un edificio cercano, que alcanzaron certeramente la cabeza del presidente, acabando con su vida.

Kennedy habla por teléfono mientras se pasa una mano por la cara
Fotografía de Jacques Lowe

Pocas horas después era detenido Lee Harvey Oswald, un supuesto agente y exmarine que había trabajado para la Unión Soviética en algún momento y, según las investigaciones, era conocido en ámbitos cercanos al castrismo cubano (parece ser que también había trabajado para la CIA como agente de bajo nivel). Fue el acusado de haber disparado el arma que asesinó al presidente.

Pocos días después, cuando era trasladado al sótano del edificio de la policía de Dallas, rodeado de periodistas y de cámaras de televisión, Oswald fue tiroteado por Jack Ruby, un oscuro empresario de clubes nocturnos relacionado con la mafia, cuyo motivo, según declaró, fue únicamente el de vengar la muerte del presidente, debido al aprecio que sentía por la viuda, Jackie Kennedy, para evitarle que tuviese que testificar en presencia del asesino de su esposo.

Pero este nuevo asesinato tenía todas las apariencias de querer silenciar a Oswald antes de que éste comenzase a hablar.

Hasta aquí, una historia contada cientos de veces de idéntica manera, sin que los miles de folios de la investigación que llevó a cabo durante años la denominada Comisión Warren arrojara apenas alguna luz sobre estos acontecimientos.

De este modo, la primera meganoticia de la posguerra mundial, aquella que la televisión convirtió en el acontecimiento mediático más seguido hasta aquel momento, sembraba a su alrededor una cosecha de dudas que han permanecido sin resolver durante cinco décadas. Otras se han revelado en libros y ensayos publicados muchos años después. Entre estos destaca «JFK. Caso abierto. La historia secreta del asesinato de Kennedy» (Debate), de Philip Shenon, y «La conspiración. La historia secreta de John y Robert Kennedy» (Crítica) de David Talbot.

Datos para una conspiracion

El libro de David Talbot profundiza en la actividad política de los hermanos Kennedy, John y Robert, y se aleja de la imagen tradicional, frívola y glamurosa, que se ha proyectado de ambos personajes. En las páginas de «La conspiración» se documenta el enfrentamiento de los Kennedy contra los generales del ejército y los responsables de la CIA y su esfuerzo para liberarse de las presiones de los halcones, a quienes no importaba que estallase una nueva guerra mundial con tal de mantener a raya a la Unión Soviética y evitar la propagación del comunismo en Iberoamérica.

Uno de los objetivos de David Talbot es el de desmentir la teoría que se instaló en la opinión pública de los Estados Unidos según la cual Robert Kennedy, que había sido nombrado por su hermano Fiscal general (el equivalente a ministro de Justicia) no había hecho apenas nada para investigar la muerte del presidente. Mucha gente se pregunta por qué no puso todo el formidable poder del Departamento de Justicia al servicio de la investigación.

La explicación, según David Talbot, es que, a pesar de haber cooperado con la comisión Warren y con los trabajos de Jim Garrison, Robert Kennedy no confiaba en estas líneas de investigación porque había llegado a la conclusión de que su hermano había sido víctima de una conjura planeada en los niveles más altos de la administración. Había momentos en los que parecía no querer enfrentarse a la verdad porque pensaba que la conspiración involucraba a elementos del gobierno y podría hacer mucho daño al país.

Sin embargo Robert Kennedy no podía hacer otra cosa que perseguir la verdad, para la que tenía sus propias vías secretas de investigación, que se basaban en la seguridad de que la muerte de John no había sido obra de un solo pistolero sino el fruto de una poderosa conspiración.

Desde el mismo 22 de noviembre supo que algo había saltado por los aires en el seno del Gobierno y que su hermano había caído muerto víctima de alguna afilada esquirla. Y no sólo eso: estaba convencido de que más tarde irían a por él. Por eso dirigió sus investigaciones en una triple dirección: la CIA, la Mafia y la Cuba de Fidel Castro. El libro cuenta con detalle cada una de estas líneas de investigación y llega a conclusiones que hechos y revelaciones posteriores parecen confirmar.

David Talbot piensa también que la intención de Robert Kennedy de convertirse en presidente fue, entre otras cosas, para ahondar en la investigación del asesinato de su hermano. Pero este propósito quedó frustrado el 5 de junio de 1968 por su propio asesinato durante la campaña a la nominación a la presidencia por el partido Demócrata, a manos de Sirham B. Sirham, un joven de 24 años de ascendencia palestina.

No habían pasado aún cinco años del asesinato de su hermano. El autor de este libro participaba entonces (tenía 16 años) como voluntario en aquella campaña.

Caso abierto

En «JFK. Caso abierto», Philip Shenon, periodista del «New York Times», llega a pensar que Oswald no fue quien hizo los disparos o que, al menos, no se probó su autoría, debido a la manipulación a la que fueron sometidas las pruebas. Esto casaría con el hecho de que en 1995, un desconocido, James Files, se declaró autor de los disparos que mataron a Kennedy. Dijo que los hizo oculto tras un montículo que había en la plaza por la que circulaba el automóvil.

Files denunció que los datos de su paso por el ejército fueron borrados por la CIA. El director de la CIA Richard Helms, el del FBI J. Edgar Hoover, el presidente de la Corte Suprema Earl Warren y el hermano del presidente, Robert Kennedy, son las dianas a las que apunta la investigación de Shenon.

La misteriosa desaparición del cerebro de John Kennedy del Hospital Naval de Bethesda, donde se le practicó la autopsia, es sólo un cabo suelto de los muchos que Shannon denuncia en este libro. La autopsia la realizaron tres forenses sin experiencia bajo la supervisión de altos mandos militares. El médico personal del presidente fue expulsado de la morgue en el mismo momento en que se inició la autopsia.

Otro objetivo en el que centra sus pesquisas el periodista del «New York Times» es el abandono de la línea de investigación que implicaba a Oswald en una trama mexicano-cubana sospechosa de organizar el atentado. No sólo se pasó por alto sino que también se destruyeron las pruebas y se ocultaron los testimonios que situaban a Oswald en la embajada de Cuba en México anunciando que iba a matar a Kennedy.

Aún ahora, después de 50 años del magnicidio, no se ha explicado bien por qué la película que Abraham Zapruder, un sastre de Dallas que rodaba con su cámara de 8 mm. el paso del cortejo presidencial y que captó el momento preciso en que las balas alcanzaron al presidente, permaneció oculta durante años en los sótanos de la revista «Life». Los 26 segundos de la película de Zapruder proporcionan más datos de la muerte del presidente Kennedy que todo el informe Warren, aseguran algunos investigadores.

Orígenes de un icono mediático. cómo la fotografía se anticipó a la televisión en la creación del mito de John F. Kennedy

Antes de la televisión era la fotografía la que transformaba la imagen en acontecimiento. El patriarca de los Kennedy, el viejo Joe Kennedy, conocía como nadie la influencia de una foto en el imaginario colectivo de la nueva sociedad de comunicación de masas y supo apreciar desde el principio las instantáneas de un joven fotógrafo que cubría las celebraciones familiares de uno de sus hijos, Robert Kennedy, en la residencia de verano de Hickory Hill.

Aquellas fotografías tenían algo que hacía resaltar el atractivo de las personas que aparecían en ellas. La angulación, el dominio de la luz, el momento elegido, la profundidad de campo... transformaban a las personas de las fotografías en seres con algo especial que otros fotógrafos eran incapaces de reflejar.

Cuando en 1958 John Kennedy decidió presentarse a senador por Massachussets, con la vista puesta en las primarias del partido Demócrata y en las elecciones a la presidencia de 1960, era fundamental controlar la imagen que los medios de comunicación iban a proyectar de él a la sociedad americana. Joe se acordó entonces de aquel fotógrafo, Jacques Lowe, nacido en Alemania de padres judíos emigrados a los Estados Unidos en 1949, que ejercía de fotoperiodista ocasional después de una corta formación como asistente de Arnold Newman. Joe le propuso ser el fotógrafo oficial de la campaña de John F. Kennedy.

«El cometido de mi trabajo era hacer que mis fotos apareciesen en los medios de la manera que más beneficiasen a Kennedy en su carrera a la presidencia», escribe en sus memorias, «Kennedy, el álbum de una época» (La Fábrica), un documento que reúne las mejores fotografías de los años en los que el fotógrafo fue la sombra de John Fitgerald Kenndy.

Es muy posible que una gran parte del éxito de Kennedy entonces se debiera a las fotografías de Jacques Lowe, cientos de fotografías que se publicaban en toda la prensa nacional y que servían de imagen a todos los soportes posibles, desde carteles electorales y folletos a insignias y felicitaciones de navidad.

Campañas agotadoras

La cosa no fue nada fácil. En las elecciones primarias a candidato por el partido, Kennedy se enfrentaba a verdaderos pesos pesados, como Lyndon B. Johnson y Hubert Humphrey. Hubo momentos verdaderamente decepcionantes, como cuando, a la llegada al aeropuerto de Portland para un mitin electoral, sólo había tres simpatizantes para recibir al candidato.

Con el tiempo, la fotografía de aquella fría recepción en la pista del aeropuerto sería una de las favoritas del presidente. Porque episodios como este no influían en el ánimo de John Kennedy, que confiaba en su carisma personal y en sus relaciones públicas, siempre con la ayuda de la fotografía: «Si nos encontrábamos con un grupo de mineros del carbón -escribe Jacques Lowe- John posaba con ellos y luego me pedía que les enviase a todos una copia de la imagen. Y siempre me preguntaba después si lo había hecho». Claro que también contaba la torpeza de sus adversarios.

Es conocida la implicación de toda la familia Kennedy, desde Jacqueline, Robert y Ted hasta sus hermanas y cuñados, en las campañas de John, algo que las fotografías no dejaban de recoger. La gente acogía con simpatía este apoyo, así que Humphrey decidió que su esposa Muriel y su hijo también debían participar en su campaña. En una intervención en televisión, en directo, después de presentar a su familia y elogiar su trabajo, preguntó a su hijo: «¿Qué has estado haciendo por la campaña, Bob?». «He estado repartiendo octavillas». «¿Y qué tal?». «Nadie las quiere», contestó Bob.

Jacques Lowe se trasladaba en el mismo avión del presidente, con un equipo fotográfico completo y un cuarto oscuro portátil en el que revelaba sus fotografías. No paraba de disparar su cámara allí donde estuviese.

La campaña a las presidenciales fue agotadora, con largos desplazamientos y una frenética actividad en reuniones, mítines, viajes, debates, discursos, recepciones, actos festivos (era frecuente la presencia de Frank Sinatra, Dean Martin, Shirley Mc Laine), con un horario calculado al milímetro, durmiendo apenas cuatro horas al día: «Yo hacía lo imposible para levantarme a las siete, agotado e incapaz apenas de funcionar. Salía de la habitación a trompicones y ahí estaba John, vestido, afeitado y acicalado, dando entrevistas a cuatro o cinco reporteros».

Jacques Lowe narra con intensidad la tensión de la noche electoral, a la espera de los resultados definitivos después de que una amplia ventaja de un millón de votos para Kennedy se fuera diluyendo a medida que avanzaba la madrugada hasta quedarse en apenas 100.000.

Hasta las doce y media del día siguiente, cuando los votos de Minnesota e Illinois se decantaron por Kennedy, y Nixon aceptó por fin la derrota, los Kennedy, que se habían concentrado en la residencia de vacaciones de Hyannis Port, en donde decidieron esperar los resultados, no pudieron celebrar la victoria.

Ese día fue la primera y la última vez que Jacques Lowe pudo hacer una fotografía de todo el clan de los Kennedy, que se había arremolinado en torno al futuro presidente. Una fotografía que dio muchas veces la vuelta al mundo, como otras tomadas por Lowe antes y después de que John F. Kennedy se convirtiera en el 35 presidente de los Estados Unidos.

A pesar de ser nombrado fotógrafo oficial de la Casa Blanca y acompañar a Kennedy en sus primeros viajes, Lowe decidió volver a su oficio de fotógrafo de estudio en Nueva York. El asesinato del presidente lo sorprendió en esta ciudad, desde donde se desplazó a Washington para hacer la última foto de John F. Kennedy: la del ataúd con sus restos mortales.

Epílogo

El fotógrafo Jacques Lowe murió en mayo de 2001. Sus negativos, más de 40.000, estaban depositados en una caja fuerte de una de las torres del World Trade Center cuando el atentado del 11-S. Quedaron destruidos, aunque, milagrosamente, pudieron recuperarse algunas hojas de contacto y varias copias impresas. Son las que se reproducen en este libro.