Kim III

Una épica propia de Shakespeare se desarrolla hoy en Pyongyang. La tragedia implica a un hijo y a su tío político. Tiene complots, fortunas que se vuelcan, denuncias dramáticas y una creciente ola de sangre. Las declaraciones oficiales de Corea del Norte sobre el caso suenan como propias del bardo de Avon con sus elaborados arcaísmos. Nadie pone en escena a Shakespeare en los teatros de Pyongyang. Pero se representa en los pasillos del poder.

Gran número de norcoreanos se inclinan ante las estatuas de bronce
Norcoreanos se inclinan ante las estatuas de Kim Il Sung y Kim Jong Il en Pyongyang en abril de 2012. Crédito: J.A. de Roo CC BY-SA 3.0

Comencemos por el final. El actual gobernante de Corea del Norte, Kim Jong Eun, el tercer Kim en la sucesión dinástica que se remonta a su abuelo Kim Il Sung, ejecutó a su tío Jang Song Taek, junto a otros miembros de su camarilla. Algunos de los crímenes enumerados en la condena oficial parecen bastante triviales.

Jang no aplaudió lo suficiente durante la asunción de su sobrino. Ordenó que una inscripción de Kim Jong Eun se colocara en un lugar sombreado, poco destacado. ¿Por eso fue considerado «peor que un perro» que «perpetró actos de traición tres veces malditos», y condenado a morir ante un pelotón de fusilamiento?

No, la traición es mucho más profunda, y así la historia se vuelve más propia de Shakespeare. Es probable que Jang Sung Taek haya tramado un golpe de Estado desde la década de 1990. Cuando el encumbrado ideólogo norcoreano Hwang Jang Yop desertó en 1997, no dio una explicación convincente de por qué abandonó su alto cargo y expuso a su familia en Corea del Norte a un castigo seguro.

Ahora se sabe que Hwang informó confidencialmente a las autoridades de Corea del Sur que había estado conspirando con Jang Sung Taek para eliminar al líder norcoreano de la época, Kim Jong Il, hijo del fundador del país y padre del actual gobernante. El complot había quedado al descubierto y Hwang optó por la fuga.

Pero su socio en la conspiración, Jang, se quedó. Durante los últimos 15 años, esperó su momento. Ahora se rumorea que colaboraba con China, tal vez para llevar a uno de los hermanos de Kim Jong Eun al trono. Se dedicó a acumular poder y dinero para sortear todos los obstáculos. Es evidente que había perdido la fe en el sistema; no es raro que le costara aplaudir con entusiasmo.

Las intrigas y las conspiraciones no son ajenas a Corea del Norte. Kim Il Sung llegó en 1945 al país dividido con un contingente de tropas soviéticas. Le acompañaban unos doscientos guerrilleros que se sumaron en su exilio soviético durante la guerra. Tenía solo 33 años, no mucho más que su nieto cuando tomó el poder.

A su regreso a Pyongyang, el aspirante a líder tuvo que hacer frente a facciones comunistas mucho más grandes dirigidas por partidarios más experimentados. Pero él no era un Hamlet dubitativo. Con los años, Kim Il Sung logró purgar, ejecutar o desplazar de diversas maneras a tres grupos rivales: los comunistas que lucharon en el norte, los comunistas del sur que viajaron al norte tras la partición del país, y los comunistas alineados con China.

Lo que surgió de este baño de sangre fue un cuerpo dirigente de familias vinculadas a su grupo original de guerrilleros. Desde entonces, ellos han gobernado Corea del Norte.

Jang Song Taek no contaba con ese ilustre abolengo. Pertenecía a la elite, por cierto, y estudió en la Universidad Kim Il Sung. Pero cuando conoció a Kim Kyong Hui en la universidad, el padre de ella, Kim Il Sung se opuso a la pareja porque Jang no integraba su círculo. No obstante, los dos se casaron, y Jang pasó a convertirse en un cercano confidente del sucesor elegido, Kim Jong Il.

La imagen de Jang en Occidente es bipolar. Por un lado, era un secuaz del sistema que «supervisaba periódicamente las auditorías de rutina de las empresas públicas, presidía las ejecuciones y encarcelamientos y despidió a miles de funcionarios durante su carrera».

Por otro lado, se le consideraba un «reformista» que apoyaba un cambio hacia una economía de mercado así como la reducción de los campamentos de trabajo y la liberación de los presos políticos. Es posible que la gran hambruna de la década de 1990, y la muerte de tantos fieles del partido entre los cientos de miles de personas que perdieron la vida, llevaran a Jang a la desobediencia encubierta.

En todo caso, el suyo era un juego peligroso, ya que pretendía limar las asperezas del régimen mientras conspiraba para derrocarlo.

Ser considerado un «reformista» en Corea del Norte nunca fue seguro, sin importar lo encumbrado que se estuviera. Pero a menudo quienes desaparecían de las filas de liderazgo por estar del lado equivocado en los vaivenes de la política volvían a aparecer después de un período de exilio interno.

Pak Pong Ju, según rumores favorable a las reformas económicas al estilo chino, perdió su cargo de primer ministro en 2007 y desapareció de la vista. Pero resurgió en 2010 y recuperó el título de premier en 2013.

A pesar de sus conexiones con Jang, Pak sigue vivo y aparece en funciones de Estado. Lo mismo sucede con la esposa de Jang, que se divorció de él poco antes de la ejecución. Por lo tanto, parecería que la purga en Pyongyang se limita a quienes se identifican como golpistas y no abarca a los «reformistas».

De hecho, el día de la expulsión de Jang, Corea del Norte avanzó en un acuerdo con China para construir un enlace ferroviario de alta velocidad que pasará por Pyongyang, y no deja de apoyar la expansión de las zonas de procesamiento de exportaciones.

Pyongyang sigue proponiendo negociaciones con Corea del Sur sobre su zona económica conjunta en Kaesong. Y los funcionarios norcoreanos mantienen su apertura a negociar con Estados Unidos en materia de seguridad, sin condiciones previas.

Washington no debería utilizar la ejecución de Jang Song Taek, por brutal que sea, para reforzar su política de aislamiento hacia Corea del Norte. Nuestro enfoque de «paciencia estratégica» solo alienta una mayor obstinación de Pyongyang y coloca a los reformistas en un territorio potencialmente peligroso.

El caso contra Jang recuerda que incluso aquellos cercanos a la cima de la pirámide norcoreana albergan esperanzas de cambio, si las circunstancias son propicias.

Al igual que Ricardo III en la versión de Shakespeare, Jang conspiró, luchó y perdió. La muerte del «perro sanguinario» al final de la obra de 1593 pone fin a la Guerra de las Rosas y marca el comienzo de la «paz de suave rostro» de la Casa de Tudor.

Salvo que el reinado de los Tudor no fue una «paz de suave rostro» en absoluto. Produjo monstruos como Enrique VIII y su sucesión de exesposas sin cabeza, sin mencionar las considerables luchas religiosas. Incluso la reina Tudor a la que Shakespeare colmó de alabanzas, Isabel I, tenía las manos manchadas de mucha sangre, incluida la de su prima, María Estuardo, entre otros.

Kim III puede parecer, con su cintura propia de Falstaff, una figura de humor más que una de temer. Las apariencias suelen engañar. Ha demostrado rápidamente que, al igual que su abuelo, actuará con decisión y sin piedad para mantener su posición de privilegio.

Un futuro complot podría destronarlo. Pero las probabilidades a su favor acaban de mejorar. Washington haría bien en reconstruir su política norcoreana en torno a la realidad de que Kim III no se alejará de los escenarios a corto plazo.