Lo bueno, lo malo y lo feo de la transición energética alemana

Immerath, a unos 90 kilómetros de la ciudad alemana de Colonia, se ha convertido en un pueblo fantasma. La campana de la iglesia local ya no tañe ni se ven niños en bicicleta por sus calles. Sus antiguos residentes se han llevado, incluso, a sus muertos del cementerio.

Una planta de carbón al lado de un parque eólico
Las energías eólica y solar conviven todavía en Alemania con la de los combustibles fósiles/ Foto: Emilio Godoy/ IPS

Debido a la expansión de Garzweiler, una mina de lignito a cielo abierto, los que quedaban han sido reubicados en Nuevo Immerath, a unos cuantos kilómetros de la localización del pueblo original, en Renania del Norte-Westfalia, del que Colonia es su capital.

La suerte de la pequeña localidad, que en 2015 tenía unos 70 habitantes, es el retrato de los avances, retrocesos y contradicciones de la transición energética alemana, tan alabada en el mundo.

Alemania cuenta desde 2011 con una política integral de transición energética, respaldada por un amplio consenso político, destinada a avanzar hacia una economía de bajo carbono, que fomentó la generación y consumo de energía alternativa.

Pero la transición no ha facilitado, hasta ahora, que el país se libere de la industria del carbón y el lignito o carbón suave, un fósil altamente contaminante.

«Las fases iniciales de la transición energética han sido hasta ahora exitosas, con fuerte crecimiento de las renovables, amplio respaldo social para la idea de la transición y metas de mediano y largo plazo importantes por parte del gobierno», nos dijo la analista Sascha Samadi, del no gubernamental Instituto Wuppertal, dedicado a estudios sobre transformación energética.

La generación renovable aportó el 30 por ciento de toda la electricidad alemana en 2015, mientras que el lignito representó un 24 por ciento, el carbón el 18 por ciento, la nuclear 14 por ciento, el gas 8,8 por ciento y otras fuentes el resto.

Esta nación europea es la tercera potencia mundial en energías renovables –excluida la hidroelectricidad-, con la tercera posición en eoloenergía (viento) y biodiesel y la quinta en geotermia.

Además, se ha hecho famosa, por tener la mayor capacidad por habitante en energía fotovoltaica (solar), pese a que su clima no sea el más propicio para ello.

Pero la persistencia de fuentes fósiles ensombrece esa verde matriz energética.

«La retirada de combustibles fósiles tiene que ser muy bien planeado y organizado. Si no promovemos las renovables, tendremos que importar energía en algún momento», dice el ministro para la Protección Climática y el Ambiente de Renania del Norte-Westfalia, Johannes Remmel.

Alemania tiene nueve minas de lignito que funcionan en tres regiones y emplean a unas 16.000 personas. Las minas generan 170 millones de toneladas anuales y sus reservas superan los 3.000 millones. China, Grecia y Polonia son otros grandes productores mundiales del mineral.

Garzweiler, propiedad de la compañía privada RWE, produce 35 millones de toneladas anuales de lignito. Desde lejos se divisan las paredes rebanadas y un suelo tiznado, a la espera de que una enorme mandíbula de acero lo devore para empezar a separar el lignito.

Esa instalación alimenta las generadoras eléctricas de las cercanas plantas de Frimmersdorf, Neurath, Niederaussen y Weisweiller, entre las más contaminantes del país. RWE es una de las cuatro grandes generadoras energéticas alemanas, junto con E.ON, EnBW y Vattenfall, esta última basada en Suecia.

El carbón tiene fecha de caducidad

La suerte del carbón es diferente. El gobierno ya fijó que el año de su defunción será 2018, cuando dejarán de operar las únicas dos minas aún activas.

La cuenca del río Rin, donde se sitúan Renania del Norte-Westfalia y Renania-Palatino entre otros estados, ha sido el motor tradicional de la industria de Alemania. La minería y sus consumidores son los resabios de ese mundo, cuyos estertores se interponen con el surgimiento de una economía descarbonizada.

Un recorrido por la mina y la generadora eléctrica adyacente de Ibberbüren, en Renania del Norte-Westfalia, da una idea de la puja entre dos modelos que todavía coexisten. En el complejo las bocas subterráneas escupen el carbón que nutre la voracidad de la planta, al ritmo de 157 kilovatios/hora por tonelada.

En 2015 se extrajeron de ella 6,2 millones de toneladas de carbón, que caerá a 3,6 millones de toneladas este año y el siguiente, para reducirse a 2,9 millones en 2018.

La mina, que emplea a 1.600 personas, tiene un inventario de 300.000 toneladas que debe vender antes de 2018. «Soy minero, estoy muy apegado a mi trabajo. Hablo en nombre de mis compañeros. Es difícil cerrarla. Hay un sentimiento de tristeza, asistimos a nuestro propio funeral», nos comenta el director de la operadora de la mina, Hubert Hüls.

Antes de establecerse la política de transición energética, ya se habían aprobado leyes, en 1991 y 2000, que promueven las fuentes renovables, con medidas como un canon especial en la tarifa eléctrica pagada a los generadores que las utilicen.

El sector renovable invierte cada año unos 20.000 millones de dólares y emplea unas 370.000 personas.

Otra medida, adoptada por el gobierno de Berlín en 2015, establece un esquema de subastas de energía solar fotovoltaica, aunque en este caso se critica que gane quien ofrece el precio más barato, lo que favorece a los grandes generadores contra los pequeños.

Transición y cambio climático

La transición trata también de cumplir con los compromisos de Alemania para mitigar el calentamiento global.

Esta potencia europea se fijó como meta reducir en un 40 por ciento sus emisiones de gases de efecto invernadero para 2020 y un 95 por ciento para 2015. Además, asumió como meta que las fuentes renovables en el consumo final de energía suba del actual 12 por ciento a representar el 60 por ciento en 2050.

En este segundo semestre, el gobierno analizará la elaboración del Plan de Acción Climática 2050 que en cuestiones energéticas considera la reducción a la mitad de las emanaciones del sector y un programa de retirada de carburantes fósiles.

En 2014, Alemania redujo sus emisiones en 346 millones de toneladas de dióxido de carbono, equivalentes a un 27,7 por ciento en comparación con 1990. Pero la Agencia Federal del Ambiente del país advirtió en marzo que las emisiones habían tenido un repunte en 2015 de seis millones de toneladas, equivalentes al 0,7 por ciento, para situarse en 908 millones de toneladas.

Los gases contaminantes provienen mayoritariamente de la generación y uso de energía, el transporte y la agricultura.

En 2019 el gobierno revisará los incentivos actuales al sector renovable y decidirá ajustes para potenciarlo. Mientras, en 2022 cesará la operación de las últimas tres plantas nucleares en Alemania. Pero, en cambio, la mina de Garzweiler trabajará hasta 2045.

«Hay retos tecnológicos, de infraestructura, de inversión, políticos, sociales, de innovación. Las recientes decisiones del gobierno indican que no hay suficiente voluntad política para asumir las decisiones duras requeridas para una descarbonización profunda», plantea Samadi.

Las empresas «ahora tratan de mitigar el daño y pasar la búsqueda de soluciones al Estado (central). Habrá un debate fiero sobre sobre cómo expandir las renovables. Ese proceso puede ser desacelerado, pero no detenido», anticipó el académico Heinz-J Bontrup, de la estatal Universidad de Ciencias Aplicadas en la ciudad de Gelsenkirchen.

Mientras, el gobierno regional opta por recortar la ampliación de Garzweiler, con lo cual dejará 400 millones de toneladas de lignito en el subsuelo.