Los dictadores argentinos Videla y Bignone condenados por robar niños

Jorge Videla y otros exjefes militares han sido condenados a penas de hasta 50 años de prisión en Argentina, por la responsabilidad en la práctica sistemática de sustracción de niños y niñas durante la dictadura que sufrió el país de 1976 a 1983.

Videla y Bygnoneen el juicio, la sala está llena y unos policías vigilan
Jorge Videla y Reynaldo Bignone, durante el juicio/ Foto: CC

Tras un proceso de 18 meses, el Tribunal Oral Federal Número 6 ha sentenciado a diversas penas a nueve acusados por el robo, retención, ocultamiento y supresión de identidad de 35 personas, hijos e hijas de detenidos desaparecidos durante la represión ilegal.

Ninguno de los ahora condenados ha revelado durante el juicio un mínimo de datos para que se puedan encontrar estos desaparecidos, ahora adultos, que sus familiares buscan especialmente a través de la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo, creada con ese fin en tiempos de la dictadura.

Los jueces decidieron que Videla, quien lideró el primer y más amplio tramo de la dictadura, fue el principal responsable de esos delitos, por lo que le han condenado a 50 años de cárcel. El resto de los acusados, represores o apropiadores de los menores, muchos de ellos recién nacidos, han sido sentenciados a penas que van de cinco a 40 años de cárcel. También ha habido dos absoluciones. Por su parte, Reynaldo Bignone, el último dictador, también ha sido condenado en este juicio, a 15 años de prisión.

El histórico fallo afirma que hubo «un plan sistemático y reiterado» para la sustracción de hijos de detenidas y detenidos, la mayoría de los cuales desaparecieron después, en el marco de «un plan general de aniquilamiento y terrorismo de Estado».

Según la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo, fueron alrededor de 500 los niños nacidos durante el cautiverio de sus madres y que fueron entregados en adopción ilegal con identidades cambiadas.

Días antes de conocer su sentencia, Videla había hecho un polémico descargo. Negó su responsabilidad en el plan sistemático y dijo que las decisiones que pudieran haber tomado quienes entregaron a los menores habían sido acciones «autónomas y aisladas».

Sin embargo, en una justificación que indignó a los familiares de las víctimas, afirmó que «las parturientas eran militantes activas de la maquinaria del terror (guerrillas) y muchas de ellas usaron a sus hijos embrionarios como escudos».

De los 35 casos que se procesaron en el juicio que terminó este jueves con la lectura del veredicto, 25 fueron de niños nacidos en cautiverio, de los cuales 18 ya han recuperado su verdadera identidad mediante análisis genéticos.

Uno de ellos es Carlos D'Elía, que nació en 1978 en el campo de concentración Pozo de Banfield, en las afueras de Buenos Aires. Recuperó su identidad en 1995, cuando vivía con sus padres adoptivos. El suyo ha sido uno de los testimonios que ha permitido condenar a los acusados en este proceso.

El juicio «era una instancia necesaria, no solo para nosotros, que fuimos víctimas, sino para que la sociedad sepa que hubo un plan sistemático para apropiarse de los niños», nos dijo D'Elía. Según los registros oficiales, la dictadura hizo desaparecer a unas 13.000 personas, aunque las organizaciones de derechos humanos aseguran que son alrededor de 30.000.

D'Elía recuerda que tenía apenas 17 años cuando fue sometido a un análisis de ADN que determinó que sus progenitores eran desaparecidos. «Yo no sabía absolutamente nada. Creía que era hijo biológico de mis padres», que nunca le dijeron siquiera que era adoptado.

En el mismo acto en que le comunicaron que era hijo de los uruguayos Julio D'Elía y Yolanda Casco, sus apropiadores quedaron detenidos. «Nunca había sospechado nada y de golpe estaba solo», relata. Más tarde comenzó el vínculo con la familia biológica. Su verdadero padre era sobrino del histórico líder sindical uruguayo José «Pepe» D'Elía.

Otro de los casos de esta causa fue la apropiación de Alejandro Sandoval, hijo biológico de los desaparecidos Pedro Sandoval y Liliana Fontana, que nació en 1977 en una prisión clandestina. Por testimonios de otros detenidos que sobrevivieron sabe ahora que sus padres fueron arrojados al mar, adormecidos por alguna droga, en los llamados «vuelos de la muerte», una de las prácticas habituales de la dictadura para hacer desaparecer los cuerpos de las víctimas en el fondo del Río de la Plata o el océano Atlántico.

Tres meses después de nacer fue entregado al gendarme Víctor Rei y a su esposa, Alicia Arteach, en un procedimiento de presunta adopción realizado en un regimiento militar, donde a los apropiadores les dieron a elegir entre él y una beba recién nacida.

Sandoval relató ante los jueces que en esa supuesta oficina de adopción se exigía como requisitos que los aspirantes a recibir un niño fueran militares o amigos de uniformados, católicos y unidos legalmente en matrimonio, una prueba clave del plan sistemático. «Viví con ellos 24 años, pero son nefastos», nos dijo. «Nunca admitieron lo que hicieron conmigo. Cuando fui a verle a la cárcel para ver si admitía algo de lo que hizo, me acusó gritando de que por mi culpa estaba preso», recuerda.

El proceso judicial oral dejó satisfecho a Sandoval. «Este juicio ha demostrado que las Abuelas (de Plaza de Mayo) no eran viejas locas que estaban equivocadas, sino que tenían razón». Pero tanto él como D'Elía mencionan su preocupación por los casos de otros nietos y nietas que siguen viviendo bajo falsas identidades.

«Esto no se termina hasta que no encontremos a todos los demás», advierte D'Elía. Eso no significa tenga que vivir mirando el pasado. Yo tengo sobrados motivos para mirar hacia adelante, pero quiero que mi testimonio sirva para condenar a los responsables y para seguir encontrando a otros como yo», dice.

En el proceso también declaró Francisco Madariaga, cuyos apropiadores fueron condenados en este juicio. Este joven nació durante el cautiverio de su madre, que luego desapareció, pero su padre, Abel Madariaga, vive y trabaja en Abuelas.

Durante la lectura del veredicto, Francisco Madariaga, presente en la sala, lloró al escuchar la sentencia que recayó sobre sus apropiadores. A su lado, su padre biológico, al que conoció hace apenas tres años, lo consolaba acariciándole la espalda.

En coincidencia con las querellas, la fiscalía había solicitado las máximas penas previstas, sobre todo por los casos de menores secuestrados que aún hoy, en su vida adulta, siguen desaparecidos, seguramente viviendo bajo una falsa identidad.

Como testimonio de ese delito, que según la legislación no prescribe hasta que la persona buscada aparezca viva o muerta, estuvieron en el juicio algunas abuelas que aún no hallaron a sus

nietos, como la propia presidenta de la Asociación, Estela de Carlotto, que sabe que su hija asesinada en prisión tuvo un varón.

Carlotto sabe que su nieto se llamaba Guido, pero no han podido ubicarlo. Tampoco tuvo respuesta María Isabel «Chicha» Mariani, otra dirigente de Abuelas que llegó a conocer a su nieta, pero se la arrebataron cuando tenía solo unos meses de vida tras el asesinato de su único hijo y de su

nuera. «No me significa mucho que vayan presos, porque lo que yo quisiera es que dijeran la verdad», confesó la mujer durante su declaración.

El fiscal Martin Niklison había dicho durante su alegato acusatorio que los delitos que se dirimían en este juicio eran «de una gravedad extraordinaria», y por eso pidió las máximas condenas que prevé el Código Penal.

«Algún desprevenido podría apiadarse de los acusados por su ancianidad, pero no son pobres ancianos sino que han envejecido impunes, guardando para ellos la información que ayudaría a las víctimas a encontrar la verdad», acusó el fiscal.

Y continuó, «No merecen ninguna indulgencia. Porque ni en el epílogo de sus vidas se percibe en ellos un atisbo de intentar mitigar el dolor que causaron. Por el contrario, reivindican sus crímenes».