Un alemán grande. Un europeo

Cada año pesaba más kilos, a pesar de que todos los veranos seguía curas de adelgazamiento en Austria. Pero el gigante, alto pero de peso mediano antes de ser canciller, llegó a coger los 130 kilos en tiempos de la unificación.

Temblaba el suelo cuando llegaba a las ruedas de prensa. Su presencia imponía. Miraba a un lado y otro con desconfianza, porque esperaba preguntas agresivas. Luego, comenzaba con su lenguaje, siempre sencillo, del que muchos se reían. Era doctor en historia pero la gente se mofaba de su tesis. Le llamaban «campesino» como si eso fuera malo. Había nacido en Ludwigshafen, Palatinado, el suroeste católico alemán. La prensa alemana, concentrada en la hanseática Hamburgo, protestante, culta y socialdemócrata en su mayoría, le despreciaba. Pero él tenía la sagacidad de la provincia.

El ex canciller de espaldas ante una multitud con banderas alemanas y europea
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En 1982 llegó a la cancillería gracias a la «puñalada por la espalda» del partido bisagra alemán, los liberales del FDP, que apoyaban hasta entonces al socialdemócrata Helmut Schmidt. Una buena parte del SPD había abandonado al canciller en su empeño de responder a la instalación de missiles soviéticos de medio alcance SS20 con los norteamericanos Pershing 2 y Cruise. Europa podía convertirse en teatro de operaciones nuclear. Las manifestaciones en contra arreciaban en la calle. Pero el nuevo canciller democristiano y los liberales llevaron adelante el programa de Helmut Schmidt. La solución al drama llegó en 1988. Los Estados Unidos y, sobre todo, la Unión Soviética del reformista Gorbachov, eliminaban unos missiles y otros. La última partida de póker de la guerra fría había terminado. Los dos bloques dialogaban. Las consecuencias se verían apenas un año más tarde, con la caída del muro de Berlín y la consiguiente unificación alemana.

Antes de ser canciller le preguntaban con sorna si leía; es más, si leía algo. Le llamaban Birne, pera, por su cara de pera. Estaba contra las cuerdas poco antes de la unificación, pero la imprevista caída del muro, que se gestó por las protestas en el este alemán y con el visto bueno de la URSS, le cayó como un regalo. Supo conducir el proceso con mano maestra y pasó a la historia alemana, europea y mundial.

Era conservador, sí, pero no nacionalista Y, sobre todo, europeo. Tras la trágica historia alemana no cesaba de repetir que había tenido la suerte «de haber nacido tarde», en 1930. Al final de la II Guerra Mundial tenía 15 años. Si hubiera nacido antes, hubiera sido nazi como tantos otros; como Gunter Grass, que se reconvirtió en un modelo de socialismo progresista, ocultando sus pecados de juventud.

Por eso quería la unión de Europa. Para no ver de nuevo, como en 1945, su ciudad, Ludwigshafen, y otras europeas en ruinas. En sus mítines, repetía un día sí y otro también la necesidad de profundizar en la unificación alemana y europea, dos caras de una misma moneda. Y decía que los italianos seguirían siendo italianos; los alemanes, alemanes y los españoles, españoles.

Tuvo la sagacidad de los grandes animales políticos de ver el momento histórico, de cerrar la unificación, tras la caída del muro que le sorprendió tanto como a todos. Un mes después del hecho histórico, en diciembre de 1989, cuando visitaba Dresde, en la todavía RDA, cuando vio a las masas jubilosas del este alemán en la calle, se dio cuenta de que la unificación era un hecho. Pero tuvo que vencer enormes dificultades: la oposición frontal de la Francia de Mitterrand, de la Dama de Hierro británica, al nacimiento de una Gran Alemania en el corazón de Europa. De las suspicacias de los EEUU y, sobre todo, de la URSS que tenía 350.000 soldados estacionados en la RDA. Se hizo «amigo» del reformista Gorbachov y cerró rápidamente la unificación en el acuerdo del Cáucaso en Julio de 1990. Sabía que el tiempo corría en contra. Sabía, como pocos, que la Unión Soviética estaba a punto de estallar, lo que sucedió un año después, y que entonces el proceso sería imposible o mucho más difícil.

Tras la unificación, los periodistas seguían los mítines del canciller en la antigua Alemania del este para ver como los germano-orientales le tiraban huevos como protesta por la situación de desempleo, muy alejada de los paisajes florecientes que había prometido para la vieja RDA en tres o cuatro años. Veinte años después, la unificación no ha llegado en lo social y en lo económico. Pero esa es otra historia.

En el primer gabinete de la Alemania unificada nombró ministra de Juventud y Familia a una desconocida protestante del este alemán, Ángela Merkel, de la que también se reía el público, porque pensaba que era una especie de recadera del canciller.

El líder cayó tras 16 años en el poder por una pequeña corruptela de subvenciones para financiar en 1990 a la recién creada democracia cristiana del este alemán, por una cantidad que en España causaría risa, que apenas serviría para el gasto semanal de uno de los muchos corruptos españoles.

Tras la salida del canciller, la discreta Merkel ascendió en la CDU, censuró a su mentor, y desde entonces mantiene la distancia. Se acerca, sólo si es necesario y el mínimo tiempo posible.

La canciller cumple ahora también diez años al frente de la CDU. Apoyada en los primeros años de mandato por la socialdemocracia, en el gobierno de gran coalición de 2005, se ha quedado al frente de la jaula de grillos del nuevo gabinete alemán con sus nuevos socios, los liberales, hundidos en las encuestas con sus utópicas propuestas de rebajas de impuestos.

Calificada hace años como la nueva Dama de Hierro europea, la nueva Maggie, está en pleno cuarto menguante dentro del país. Y en Europa. Cada día que pasa, es más alemana que europea. ¿Que puede hundirse Grecia, que hay que ayudar a Grecia? Nein und Nein. Europa no está en su lista de intereses. Quizá porque la Alemania unificada de hoy es muy grande, tanto que mira más hacia dentro, hacia sí misma, que hacia Europa.

Esta semana, la prensa alemana recordaba al antiguo canciller con motivo de su aniversario y hasta algunos medios socialdemócratas de la noble y hanseática Hamburgo le colocaban en el pedestal de la historia. Quizá porque, en Europa, apenas hay líderes como los de antaño. Líderes, como diría una escritora norteamericana de novela negra, que tenían ideas, y no opiniones, como los de ahora.

Bismarck, el canciller de hierro, consiguió la unificación alemana en 1871 a sangre y fuego y dejó abonado el terreno para las dos masacres del siglo XX. La última unificación alemana se hizo de manera pacifica y así se mantiene.

El gran canciller de los nuevos tiempos acaba de cumplir ochenta años. Es una figura de la historia alemana y de Europa. Se llama Helmut Kohl. Daniel Peral para euroXpress